miércoles, 9 de junio de 2021

Archivo, mosaico y pared: El poder del (des)orden

 

Archivo, mosaico y pared: El poder del (des)orden[1]

Antonio Tenorio[2]

 

Agradezco en todo lo que vale la gentil invitación que se me ha hecho por parte del AGEO y en particular de su director, mi admirado Emilio de Leo, así como el inmerecido honor que para mí representa estar en este día internacional de los archivos, aquí, con todas y todos ustedes.




  1.  

En 1994, en junio, para ser aún más precisos, hace casi 25 años, el filósofo francés Jacques Derrida viajó a Londres para impartir una conferencia en el marco de un Coloquio sobre Memoria y El concepto del archivo, organizado por la muy destacada historiadora de las ideas, psicoanalista y crítica de arte, Elisabeth Roudinesco, y auspiciado, entre otras instituciones, por el Museo Freud.

A la larga, aquella conferencia constituiría un documento central para el pensamiento derridiano. A tal texto y la revisión, así sea somera de algunos de sus aportes retornaré un poco más adelante. Permítanme, por lo pronto, valerme de la primera línea de la conferencia de Derrida, para tratar de establecer mi propio punto de arranque. “No comencemos por el comienzo, ni siquiera por el archivo”, escribió Derrida en ese ya lejano 1994.

No comencemos, pues, por el comienzo, me atrevo a decir ahora yo, sino por el final. No el final como conclusión, he de advertir, sino el final en tanto finalidad, propósito, destino, punto de arribo. Y tal como Derrida sugería, no comencemos tampoco con el archivo per se, sino en el caso de las palabras de las que yo me hago cargo, con ese elemento temporal que atañe al archivo, pero que va más allá de él: el futuro. 

Ese futuro para el que el archivo se prepara a ser, pero no en menor medida ese futuro que el archivo logró desde el presente que (re)presenta de su pasado. El archivo es presencia que consigue, de algún modo, ir más allá de sí misma, engendrar y hacerse perdurable como imaginación posible. Siendo eminentemente un acto del pasado, presencia de éste, el archivo que no logra volverse futuro, simplemente se pierde, se esfuma entre la marisma de su propio tiempo, sin llegar a ser futuro de sí mismo. 

Tentador es el futuro. ¿O debiera decir, era?

 

2.

Siete años antes de la conferencia de Derrida en Londres, entre finales de 1986 y principios de 1987, se desarrolló en la Ciudad de México, en la UNAM, para acotar aún más, un movimiento eminentemente estudiantil centrado en el no aumento de cuotas y la no modificación de los criterios de ingreso. El movimiento derivó en una huelga que paralizó la vida de la universidad nacional por algo así como dos semanas. 

Estudiante de sociología por aquellos años, participé de modo entusiasta y con la absoluta convicción de la razón de la postura estudiantil. Como a miles más, me abrazaba con ferviente emoción la certeza de estar siendo parte de algo que no solo me trascendía como sujeto, sino que además tendría la fuerza para ir más allá. Más allá de mí, por supuesto, y más allá de él mismo, de un hecho que sería capaz de llevarme consigo y a todos los demás que al ir juntos éramos ya uno, a ese más allá del propio tiempo y la propia acción.

En algún momento, autoridades y representantes del movimiento suscribieron el armisticio. La huelga habría de concluir. Repletos de poesía, o cuando menos del deseo de ella, el último día antes de entregar las instalaciones de la Facultad donde estudiaba, alistamos gordas brochas y cubetas rebosantes de pintura. Roja, por supuesto. Henchidos de seguridades, arrebatamos al poeta que cantaba, canta aún, un verso y lo rotulamos, con letras tan grandes como el tener solo porvenir nos hacía sentir.

Somos la historia que tendrá el futuro, se podía leer desde muchos metros antes de llegar a la Facultad. Así. No como una presunción, mucho menos como una posibilidad. Más que antes de ser, al futuro hay que tonarlo certeza decretada, justo para que pueda ser ese futuro que lo es ya desde su presencia en el presente. No seríamos, conjugación hipotética, ya éramos, estábamos siendo en esa forma atemporal del “somos”, lo que el futuro, lo quisiera o no tendría por historia, éramos su documento viviente, el archivo que sobreviviría para asegurarnos, a punta de brochas, pintura y versos que así ocurriese, debiera ocurrir, siguiera ocurriendo; sí o sí.



3.

En el (no) inicio de su conferencia en Londres, Derrida se aseguró de ir a un futuro anterior, si podemos llamarlo así, del inicio. La palabra. La palabra en general, como futuro anterior de todo futuro que será pasado, sí. Pero la palabra archivo, aún más, como punto de la encrucijada que al filósofo francés le interesaba poner a la luz.

Derrida hace ver, en el sentido literal de llevarnos de la mano a construir la imagen, la conexión etimológica que la palabra archivo guarda, como tallo con su raíz, con la doble significación del término arkhé.

Radica en este término, dice Derrida, el archivo de la palabra archivo. Dos principios, para volver al asunto del comienzo, de todo comienzo, se vinculan con arkhé. Allí donde las cosas comienzan, es uno de sus significados posibles. El otro, allí donde reside la autoridad, las autoridades, que dan orden al (des) orden, pues el orden es una cosa que ha de ser dada, por algunos, en algún sitio. 

Espacio y tiempo se conjugan en estos dos principios que asoman como un solo al amparo de la palabra archivo. Ese cuando...Aquel allí. Cada archivo, en su singularidad es inicio del futuro, marca de su porvenir, el principio de todo comienzo, para seguir el dictado de arkhé. 

Más, a la vez, en ese doble estamento que, advierte Derrida, es secuencias y de mandato, habrá quien mande que permanece y donde permanece. Al amparo de la dimensión singular y de conjunto que la palabra archivo hace emerger.

El archivo, cada archivo, es El Archivo, conjunto de lo que (Ya) se resguarda y se resguardará. Tan o más importante aún, será por lo tanto, la dimensión que el sitio donde se ha de llevar a cabo el resguardo adquiere, el Archivo, así, lo saben bien ustedes, no solo es el documento, los documentos, en la liga singular-plural, sino el lugar mismo donde se albergan: el dónde, dijéramos con Derrida, en una sentencia proverbial, ese lugar donde “los archivos tienen lugar”.

Casa y fortaleza, casa de la fortaleza, fortaleza de la casa, la casa del archivo que son los archivos. La casa que es el archivo mismo de la casa que los resguarda, que los salva del olvido, y con ello, de la destrucción. La casa que al erigirse, los erige. Los acoge. Les da una fortaleza donde tener lugar. Ese lugar que les da, esa es, precisamente, su fortaleza, a ella se debe.

Nada menor resulta, pues, que hoy celebremos esa fortaleza justo aquí, en esta fortaleza que lejos de ser inexpugnable, es entrañable arcaicamente, en su sentido de Arkhé, y en su sentido de Arca, es decir, de su sentido de arcis, ciudadela, y desde luego de arcere, contener, guardar. Arca, casa, fortaleza ésta del sentido humano de comprender el pasado, de (volver a) darle forma, de salvar y salvarse, Arca de lo arcaico que ésta, del Diluvio del olvido. A bordo vamos.

 

4.

Se asevera que había dos formas distintas pero parecidas de llamarle. Bien podía decírsele “El Antiguo que (aún) está en la plenitud de su vida”, o bien, simplemente reconocerle como “El gran hombre que no quería morir”. Cualquiera de las dos correspondía a su nombre. Ambas, también, hacen justicia a lo que su existencia significó, y significa aún, a más de 35 siglos de distancia.

La epopeya de Gilgamesh es el relato sobre una proeza humana más antiguo que se conserva. Largo poema, muy anterior a la Iliana o la Odisea, cuya lengua de origen, el acadio, desapareció hace por lo menos dos milenios. 

Desde que la primera tablilla de arcilla fuera descubierta hace apenas 150 años, cada cierto periodo aparece un nuevo fragmento de esta saga, en la que nadie ha dudado en identificar como el más grande monumento escrito (mutilado) del que se puede preciar hoy por hoy la humanidad. Se calcula, grosso modo, que el poema completo estuvo conformado por alrededor de tres mil tablillas. De ellas, solo se han podido recuperar y volver legibles, menos de dos mil.

 

 “Estos fragmentos, sin embargo, señala Bottéro uno de sus estudiosos contemporáneos, se encuentran, por suerte, distribuidos de una forma tan apropiada a lo largo de la trama que nos permiten reconstruir bastante bien la secuencia y la trayectoria, un recorrido que, aun entrecortado, nos fascina”.

Al contar con menos de 2 mil fragmentos de distinta extensión y no todos legibles, entendemos, pues, que la epopeya es al mismo tiempo un gran ejercicio vivo en el que escritura y lectura se trenzan, literalmente, para lograr reconstruir una vida, y con ella, un mundo, que en su existencia física no existe más.

El puente de humanidad que representa la lectura por sí misma, se torna en este caso, en un puente cuya construcción se afianza, ensancha, se hace posible, en la medida en que cada nuevo fragmento, al tener valor por sí mismo, lo tiene para el todo.

Más notable resulta aún, en este marco, que el relato mismo de Gilgamesh, rey de la ciudad-Estado de Uruk, situada en pleno desierto, a mitad de camino entre Basora y Bagdad, se haya centrado, justamente, en el afán de que la muerte no todo lo venza, no todo lo arrumbe, no todo lo pudra.

Gilgamesh, “El gran hombre que no quería morir”, como se sabe, emprende su trasiego en pos de una sola cosa: el secreto de la inmortalidad. Mas, el poema dilata en revelar que es ese el propósito último del rey de Uruk. Antes, habrá de retratársele como un gobernante cruel, tiránico a tal grado que los súbditos piden ayuda a los dioses para deshacerse de él. Apiadados de los ciudadanos sometidos, los dioses encomiendan a Enkidu para que dé muerte al opresor.

Enkidu y Gilgamesh pelea hasta quedar extenuados, sin lograr ninguno de los dos vencerse. Son tan similares en sus fuerzas, tan semejantes uno al otro, que el combate, sin lograr definirse, acaba por tornarse en una férrea amistad. No me detendré ahora en la cantidad de seres extraordinarios con los que acaban y lugares fantásticos que dejan atrás. Repararé solo en el hecho clave que fundamenta el cambio de sentido del viaje de Gilgamesh. La muerte del que ahora era su amigo entrañable: Enkidu.

Este hecho, ligado al enojo de los dioses por lo que sienten son afrentas, determinará que Gilgamesh determine que el propósito esencial de su vida será a partir de entonces, encontrar el secreto para no morir.

El viaje, el trayecto del héroe, como lo calificó Campbell, será una metáfora que atraviese prácticamente la historia de la humanidad y su capacidad para simbolizar. Todos los animales se desplazan. Los humanos, sin embargo, somos los únicos a los que la vida nos ha dotado de la doble capacidad de hacerlo empujados por motivos intangibles, simbolizados diríamos, y, por otra parte, somos la única especie capaz de desplazarse sin desplazarse. Ahora mismo, más de una, más de uno de ustedes, sin haberse movido un milímetro de este pedacito de mixteca oaxaqueña, mira asombrado las doradas arenas que debieron rodear la ciudad de Uruk.

Gilgamesh fracasa. O ese cree. Muere. O eso cree. Sus días acaban, es cierto, sin haber encontrado el secreto de la inmortalidad. Pero será su muerte, por paradójico que parezca, precisamente lo que le otorgue lo que en vida, según el poema, no alcanzó: atravesar los siglos, continentes, culturas, épocas y lenguas. Volverse, en escritura y archivo, presencia de quien lee en el presente.

Gilgamesh es, en ese sentido, epopeya y profecía. La epopeya de todos por traspasar el umbral de nuestro breve paso por la Tierra. Profecía de que no lo lograremos, la muerte habrá de alcanzarnos, a todas y todos, tarde o temprano. Pero es conocer ese destino, es saberse víctima insalvable de esa profecía lo que nos empuja a escribir, a guardar, a rehilar, a guarecer del viento que dispersa para siempre la inaprensible arcilla de los días.  



 


5.

He dado este enorme rodeo, perdonarán ustedes, para llegar a dos asuntos que me son de particular importancia y que enfilan, en parte, la naturaleza del título que elegí para esta charla.

Abordo el primero sin más ambages, regresando a ese diálogo imaginario con el texto de Derrida que está por cumplir 25 años. Dice el francés, el archivo no solo es un poder, una capacidad para dar lugar al archivo-archivos, se manifiesta también en tanto principio de reunión. O, para usar el término que prefiere Derrida, de consignación.

El archivo- los archivos no solo requieren, advierte, una casa, un soporte estable y hallarse en disponibilidad de un lector que cuenta con lo que llamaríamos autoridad hermenéutica, autoridad para interpretar.

A quien se le confían el-los archivos debe de estar investido de la facultad para equiparar su poder de clasificación con su capacidad para llevar a cabo “una consignación que tienda coordinar en un solo corpus, en un sistema o en una sincronía en la que todos los elementos articulan la unidad de una configuración ideal” (Derrida 10-11).

Esa configuración ideal, como dice el francés, que, bajo la idea de establecer el orden, un orden, marca desde luego criterios, pero sobre todo límites. La relación orden-desorden, se transforma así en la tensión entre el-los sujetos y esos límites, con particular énfasis aquellos que se consideran infranqueables.

 Les ruego me disculpen la larga cita que a continuación haré del texto derridiano, es la única que me permitiré y lo hago exclusivamente para ayudarme a abreviar. Dice Derrida: “Por supuesto, la cuestión de una política del archivo nos orienta aquí permanentemente…Jamás se determinará esta cuestión como una cuestión política más entre otras. Ella atraviesa la totalidad del campo y en verdad determina de parte a parte lo político como res publica…La democratización efectiva se mide siempre por este criterio esencial: la participación y el acceso al archivo, a su constitución y a su interpretación” (Derrida 12).

En sentido inverso, concluye Derrida, las infracciones a la democracia, la sustracción de los derechos, se pueden (y deben) valorar en relación con el grosor de lo que en conjunto podríamos denominar aquellos que ha sido señalados, desde el omnímodo poder del estado, como “Archivos prohibidos”

El poder del desorden, frase que forma la mitad del título de esta charla, es susceptible de ser establecido, así, en dos vertientes. El poder del desorden que mina el orden democrático lo hará de manera recurrente al amparo de lo que esa misma sociedad ha logrado como posible. La permisividad llevada al extremo, confrontada a la perversa paradoja de ser su propio elemento de contradicción. Ese poder que apela y apalea desde la celebración del desorden, lo hace no solo porque ese orden se lo permite, como garantía, como derecho, sino además, tiene en la noción de archivo como memoria, registro, rastreo, evidencia, historia y sentido de responsabilidad uno de sus blancos predilectos.

A contrario, los límites, las fronteras, movilidad y acceso prohibidos por un régimen cerrado, se pondrán a prueba, no con base en las posibilidades que ese mismo espacio sociohistórico ha sido capaz de darse, sino en dirección exactamente opuesta. El poder del desorden en una sociedad cerrada que infringe los derechos democráticos básicos desata, parafraseando al dictador Francisco Franco, “lo que ha quedado atado y bien atado”. Mientras que, en sentido inverso, el poder del desorden que actúa sobre los propios límites que el orden democrático se ha dado, no desata, sino estira, hasta reventar prácticamente, la misma elasticidad que toda libertad conlleva en sí misma.

 

 

6.

Todo archivo es, a un mismo tiempo, tema y objeto, vuelvo sobre lo que se supone es el curso central de esta charla, todo archivo es, también a un mismo tiempo, dice Derrida, “instituyente y conservador. Revolucionario y tradicional…Tiene fuerza de ley, de ley de la casa, de la casa como lugar, domicilio, familia, linaje, institución”. Se fundamenta en un acto de exterioridad, la escritura, que por paradójico que suene, en el resguardo, lo conduce a la interioridad de la casa que lo preserva. Y que instituye y conserva, sobre eso va mi segundo comentario y último sobre el texto de Derrida, un tiempo, una noción, una idea del tiempo.

Uno de los ejes sobre los que se basa la disertación que Derrida presentó en Londres en aquel 1994, es el por entonces sorprendente capacidad del Disco Compacto como soporte de conservación de los archivos. No puedo, no debo, pasar por alto esta referencia a lo que en ese entonces apenas asomaba como lo que hoy es netamente, el predominio de lo tecnológico, de las tecnologías que implican comunicación entre personas (y con máquinas también, por supuesto)-soporte (de archivos a los que desde luego se les llama “memoria”) e intervención (de contenidos propios y ajenos) como corazón de la vida social.

Hablo del tiempo y se me acaba el tiempo. Estoy lejos de querer fincar cualquier tipo de responsabilidad moral a la época actual y sus posibilidades. Las cuales, por cierto, más bien me parecen fascinantes.

El nervio temporal que tengo interés en tocar va por otro lado. Y se refiere concretamente, si es que en ello se puede ser concreto, a la manera cómo el mundo digital, el mundo éste nuestro de hoy, al modificar y multiplicar los soportes ha modificado también, de manera muy honda, nuestras nociones esenciales de pasado, presente y futuro.

La sociedad líquida, como bien la denominó Bauman, no solamente es un río que transita a velocidad vertiginosa, sino que además, en su enloquecido trayecto, ha venido a cerrar el ancho de la brecha que en el imaginario separa presente y pasado.

Es cierto que 5 años en un joven de 20 equivale al 25% de su vida, pero más allá de eso, parece claro que la sucesión imparable de “actualizaciones” (uso el término con toda intención) acaba por generar en el sujeto la seguridad de que aquello que ocurrió a más de dos años de distancia forma parte de la época de Gilgamesh.

Cuando Bauman dice, de modo textual, que vivimos una época en la que la velocidad es más importante que la duración, la distancia con el pasado, es decir, la referencia, el sitio desde donde el individuo se sitúa con relación con eso que ya pasó, estará dado por una comparación sintáctica, si se me permite el concepto, entre qué tan rápido le parece el hacer, o sea, la estructura, de aquello con lo que se enfrenta, en relación con la rapidez de resolución, de hacer, de las estructuras en el presente de ese sujeto.

El pasado no ya como procesamiento sino como procesador, procesador de computadora, por supuesto.

El futuro, por su parte, en la idea de Bauman, sujeto a este mismo devenir vertiginoso de la ansiedad como pandemia, es un escenario tan difuso que parece haber desaparecido. El futuro es inimaginable, porque se ha quebrado el fundamento mismo de la capacidad para imaginar: detenerse…y esperar. ¿Podemos pedirle capacidad de espera a aquel que viaje en el centro de un huracán, retomo a Bauman, al que llamamos progreso? ¿Cuál es la imagen de futuro que puede albergar alguien viaja, sin tener de que asirse, al centro de ese huracán?




 

7.

Me encamino al final. Que quizá debió ser el principio. El título. El nombre de esta charla, a estas alturas con toda seguridad ya convertida en archivo…muerto.

En la ciudad de la verde piedra, en el sitio mismo de donde se extrajo la piedra para construir la majestuosa ciudad de verde Antenquera, en el Parque de las Canteras, acudo a la imagen del mosaico, piedra, al fin, para tratar de trazar un dibujo mental de la compleja relación entre parte y todo, a la luz de nuestra celebración de hoy, la capacidad humana para configurar, reconocer, organizar, preservar archivos cual patrimonio físico e inmaterial, cual idea y objeto, espacio y tiempo.

Dice el poeta, dramaturgo y escritor francés, Antonin Artaud, en el Prefacio de su libro de poemas El ombligo de los limbos: “Allí donde otros exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu.  Vivir no es otra cosa que arder en preguntas. No concibo la obra al margen de la vida”.

Artaud, el mismo que quedó fascinado con México, aquel que, a principios del XX, en Mitla, viviera con intensidad esta Oaxaca intemporal, describe ese sitio donde el espíritu y la vida se encuentran y cuyo “centro (es) un mosaico de trozos… a los que una viva mirada penetra”.

Así el mosaico. Cuyo nombre, cuya palabra que le designa, está emparentada de origen, nada menos que con lo que refiere a las musas, musacus, mosaico.

Verdadera pintura para la eternidad, como se le ha llamado, revestimiento antiguo, es la pared, tanto como ésta es el mosaico, cada uno, tal cual el dibujo del tapiz está contenido en cada nudo.

En cada pieza, por pequeña que sea, del material que sea, piedra, cerámica o vidrio, asoma la cantera completa, es en singular, igual que la palabra archivo, designación de su pluralidad, el archivo que sigulariza el acto vital de lo que ya no estando, permanece.

No dejo de pensar en la mañana pintamos, somos la historia que tendrá el futuro. Lo volvería a hacer, creo. Crecí con esa noción. Con la idea de que adelante, en algún sitio habría un lugar, justo como éste, que apuntando hacia atrás, estaría mirando hacia delante.

Volvería a pintar la frase, seguro que sí. Solo que esta vez, en el futuro de aquel pasado, lo haría sobre una pared de mosaico. Mosaico blanco, desde luego.

Mosaico prevenido con algún solvente que permitiera borrar la frase, dar espacio a los que vienen luego y también quieren pintar y así…sólo permitiendo que entre las pequeñas ranuras, las trazas, diría Derrida, que se forman entre mosaico y mosaico, sobreviva alguna pequeña y casi imperceptible huella, otra vez Derrida.

Memoria de un espíritu y una vida unidas, como reclamaba Artaud, listas tanto mosaico y pared, pared y mosaico, para resistir la muerte, tal como quiso Gilgamesh, “el gran hombre que nos enseñó cómo no morir”: escribiendo, preservando.

Felicidades a Oaxaca, a México, a la Humanidad por este magnífico Archivo general. ¡Enhorabuena!

Muchísimas gracias  

   

 



[1] Texto leído en el marco dl Día Internacional de los Archivos, el 8 de junio de 2018 en el Archivo General del Estado de Oaxaca, en la ciudad de Oaxaca, México.

[2] Antonio Tenorio es narrador, ensayista, académico, gestor y conferencista. Tiene 9 libros publicados. Desde 2009 es el Director general de Radio Educación, emisora de la Secretaría de Cultura, México.

jueves, 14 de mayo de 2020

August Strindberg: impurezas




Suplicio. Tregua. Antigua persecución. Nueva embestida. Conciencia. Orden. Inútil lucha. Todo está en todo. Está afuera.  




El infierno, dice Dante, es una borrasca que nunca cesa. Bóreas. El viento del norte. Gélida marea incorpórea. De ahí proviene el término borrasca. Cual tormenta interior, aprecia el caminante que sigue a Virgilio. De ahí sus primeras impresiones del infierno, “el ciego mundo”, por el que comienza su travesía.
Pétreo y furrigento, llama al inferno el malogrado amante de la Beatriz tan inmortal como inalcanzable. El poeta mayor, Virgilio, va adelante. Dante lo sigue. Sin dejar de encontrar, a cada paso, entre la borrasca interna y la que lo circunda, “nuevos pesares, nuevos castigos y verdugos nuevos”.
Antes que Sartre, que hizo encarnar el infierno en los otros, antes incluso que T.S. Eliot, quien no dudó en asumirlo bajo la fórmula: “el infierno es uno mismo, y es solitario”, antes que ambos, un sueco, August Strindberg, escritor genial, alquimista desorbitado, misógino condenable, decidió andar por él mismo la saga infernal que Dante alegoriza, y pagar con su propia salud mental tal osadía.
Figura de talento incuestionable, Strindberg transita el final del siglo XIX bajo el influjo de esa época, apenas menos rauda que la nuestra. Todo está en todo, dicta en su Antibarbarus, su declaratoria existencial. A su naturaleza habita, por igual, el espíritu de la contradicción, el talante del visionario y la inacabable tormenta boreal de su condición paranoica.
En 1896, al borde del nuevo siglo y cual testimonio de su propio desmoronamiento emocional, el gran autor sueco vuelva a la ficción con una novela excepcional, Inferno. Espejo de sí y de los otros, Strindberg representará desde entonces, a cada ser que pregona la vida como encadenamiento de conjuras.  
Se dirá que quien como Strindberg vocifera la seguridad de la conjura, ha de terminar siéndole insoportable semejante modo de vivir. Mas no es tan simple. Si como se ve en Inferno, tales figuraciones de conjura continua, son a la vez efectivas infusiones de líquido vital.
Quien se vive perseguido, vive. La confabulación imaginaria le ofrece por fin un orden. Sentido al mundo exterior.  Alivia el verdadero recelo: su desorden interior.
Si borrasca es el infierno, vivencia permanente será en aquel que, viendo en la conjura la razón de su cruzada, intenta sustentarla en la promesa de limpiarlo todo de inmundicia. Deshacerse de impurezas, dice. Hasta deshacerse, finalmente, de sí mismo.
Se verá.




[1] Profesor, narrador y ensayista. Su libro más reciente es Bailar/Volar.

sábado, 25 de enero de 2020

Virginia Woolf, los dones




Dar. Recibir. Canje pudoroso. Genuino. Sin aspavientos. Voluntario. Aunque regido. Obligatoriedad de lo simbólico. Evasiva igualdad en el intercambio.


Excesivo, se dice, era el carácter de Marcel Mauss, iniciador de la moderna etnología francesa. Tan febril, acaso, como lo fuera el propio final de Siglo XIX, Mauss abre camino con su Ensayo sobre el don, para comprender que dar y recibir forman parte, desde las “sociedades arcaicas”, de un sentido de reciprocidad que atañe esencialmente al orden simbólico.
Mientras la mercancía en el capitalismo es el objeto dotado de valor de cambio, fuera de esta lógica, lo intercambiado cobra vida a través de un peso simbólico que refleja el reconocimiento mutuo entre los sujetos que interactúan, escribe Fernando Giobellina.
El anverso de esta idea deviene entonces de la supresión de su aspecto central: el reconocimiento mutuo. 
Ahí donde uno de los participantes se mira o coloca por encima del otro, el sistema de los dones, dar y recibir en el reconocimiento mutuo, queda anulado.
Amar al prójimo era lo que mejor sabía hacer Picket Ellis.
O al menos, eso gustaba decir de sí el altruista personaje que Virginia Woolf construye para uno de los relatos que escribirá en torno a las famosas recepciones que solían dar Richard y Clarissa Dalloway, en su casa de Westmister.
En una de éstas, Ellis, desprecia a los asistentes, mascullando cuánto quisiera decirles: “He hecho más por el prójimo en un día que todos ustedes en toda su vida”. 
Porque él, protagonista de El hombre que quería a su prójimo, es frente a sus propios ojos, “un sabio y paciente servidor de la humanidad”. Y él, que en la fiesta no (re)conoce a nadie, ni es (re)conocido por nadie, tiene el derecho a que toda esa gente sepa los elogios que las personas a quienes desinteresadamente ha ayudado, dicen de él.
Mauss funda el Instituto de Etnología, en París, el mismo año, 1925, que aparece La señora Dalloway, de Woolf. Intento común por aprehender los enigmas de lo humano. Qué rige la justeza del intercambio, una de ellas.
Para el etnólogo, el reconocimiento como iguales. Para la novelista, la pudorosa discreción en el acto del donante. En ambos, el desprecio a los muchos Ellis cuyo narcisismo pedestre puebla nuestra época. Por ese mundo interior al que le urge ser (re)conocido, justo por aquellos dones que no tiene.
Aquel cuya falta de pudor, expresa su vacuidad.




lunes, 9 de julio de 2018

Ondaatje: El cuerpo y la geografía de la memoria




Identidad y alteridad en El paciente inglés de Michael Ondaatje: 
El cuerpo como una geografía de la escritura o el lector como detective en el desierto de la memoria



            “Caí en el desierto envuelto en llamas”. “¿Quién eres?”“No lo sé. No dejas de preguntármelo”, responde él. “Dijiste que eras inglés”, le dice ella  (Ondaatje 12-13).[1]
***      
            Michael Ondaatje, cuyo origen, en parte, es holandés, nació en Sri Lanka, luego estudió en Londres y desde hace más de 20 años radica en Toronto, Canadá, donde escribió en 1992 una novela a la que tituló The English Pacient. Recientemente, la homónima versión fílmica lo ha lanzado a la fama mundial. No deja de ser paradójico que uno de los autores que mayor atención reciben hoy como parte de la narrativa canadiense, sea, precisamente, un canadiense que no lo es del todo; aunque tampoco, está claro, se entederían cabalmente sus preocupaciones y ocupaciones narrativas, sino lo fuera del todo.
            La narrativa que Ondaatje propone en textos previos como Running in the Family o la novela que antecedió al Paciente inglés, In the Skin of a Lion, en la que presenta a personajes que luego reaparecerán,  habían ya, desde algún tiempo atrás, ocupado el interés de parte de la crítica. Esto se explica porque su literatura se sitúa en  el cruce de renovadas estrategias narrativas, originales ubicamientos del lector y un horizonte de codificaciones culturales en el que están presentes preocupaciones acerca de procesos como la disolución de las identidades nacionales, la relación entre el centro y la periferia, el yo y el Otro, la voz de los sin voz, el descentramiento, etcétera.
            En el marco de esta ponencia, me interesa resaltar esta relación tripóide entre lo qué se cuenta, cómo se cuenta y la refiguración de este proceso ficcional a partir de la problematización de la escritura, la lectura, la memoria y el cuerpo como una geografía en la que el yo y el Otro se entreveran, se constituyen y reconstituyen sobre un plano dinámico y multidireccional en el tiempo.
***
            Icaro prometeíco, un hombre cae en el desierto envuelto en llamas. Desfigurado, o, para usar el término del que se vale Ondaatje: defacement, este hombre, piloto, explorador, cartógrafo, va a dar a las ruinas de un hospital en el norte de Italia, donde será atendido por una enfermera. Son los últimos meses de la Segunda guerra mundial.
            Entercados en no abandonar la vieja casona, excovento de San Girolamo, habilitada como refugio hospitalario, el paciente y la enfermera se quedan solos. Para entretenerse ella lee, él escucha. Poco a poco, él comenzará a intentar contar su historia, tratará de leer en el agua anegada del pozo de sus recuerdos. Llegarán, al pasar el tiempo y las hojas, otros dos personajes: Caravaggio, ladrón mutilado y conexión con In the Skin of a Lion, y Kim, un sij especialista en la desactivación de bombas. Los cuatro formarán un mosaico en el que el único que no tiene nombre es el inglés.
***
            El, sin nombre, recuerda, reflexiona y dice:
Cuando somos jóvenes, no nos miramos en los espejos. Lo hacemos cuando somos viejos y nos preocupa nuestro nombre, nuestra leyenda, lo que nuestras vidas significarán en el futuro. Nos envanecemos con nuestro nombre, con nuestro derecho a afirmar que nuestros ojos fueron los primeros en ver determinado panorama... Al envejecer es cuando Narciso desea una imagen esculpida de sí mismo (Ondaatje 143).
Ella, es la enfermera, escucha y calla, pero tiene nombre; se llama Hana. “Hana se inclinó hacia adelante, al sentir su desvarío, y lo contempló sin decir palabra” (142).
***
            Incógnito, sin darse a conocer, sin ser conocido, asumiendo en activo o pasivo el desciframiento negado de su procedencia, un texto sin firma, podemos convenir, se torna en un rostro sin nombre. Mas, y he aquí el mecanismo que aseguró a los textos míticos su eficacia en cuanto interlocutores entre los dioses y los hombres, ese rostro incógnito es todos los rostros. Al despojarse de sí, se apropia de un carácter universal que lo trasciende.
            De sobra se sabe que el vuelco que significa la aparación de la firma del autor, sobrevino en la historia cultural de occidente al arribo del Renacimiento. El autor, al darse nombre, firma, no sólo vinculó su propio nombre-rostro al texto de modo imperecedero, sino además se erigió como un refrente reconocido y ubicable para el lector. Este, el lector, sin abandonar su rol de escucha incógnito se incorpora a un proceso de reconocimiento en el que, a la luz del nombre que signa el texto, buscará las pistas de su propia existencia. Como afirma el historiador Ilán Semo al analizar este proceso: “El nombre del que habla y escribe se volvió la máscara de la razón” (141). A su vez, el nombre del que escucha y lee, al vincularse al rol de ser representado, se volvió la máscara del silencio.
            Ese nombre, el de aquel que habla y escribe, se mira a sí mismo bajo el arco de una responsabilidad y una certeza. La primera, consiste en asumir que se escribe para el Otro y frente al Otro. Lo que también se ha llamado el síndrome de los escritores de la Ilustración: “el que habla y escribe por el otro, en nombre del otro y que asume (y se aporpia de) su representación en el mundo de lo pensado” (144-145). En una dirección concurrente se piensa que no nada más se debe apropiarse, representar al Otro, sino que esto es posible. Esta es la certeza.
            En esta nueva organización del imaginario, el libro pasa de ser la puesta en signo y símbolo de la revelación, a constituir una suerte de espejo de agua, de reflejo del reflejo, en el que el lector acaricia un doble espejismo: el de él mismo y el que contiene lo que ha quedado, en forma de vapor suspendido, halo de autoridad, del autor. El lector repta, se escabulle entre los claroscuros de este limbo brumoso, y piensa, se piensa, elabora, observa y ordena el mundo a través de los objetos previamente pensados, observados y ordenados por otro: el autor(idad).
            Si el texto sin firma es el rostro sin nombre, que nos queda pensar: ¿Que, acaso, el rostro sin nombre sería, por equivalencia, el rostro que es todos los rostros, el texto que es todos los textos?
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            El paciente inglés está configurada de tal modo que los personajes continuamente se hallan frente al imperativo de reconstiuir su identidad a partir de ese momento en el que “la única forma de sobrevivir es excarvarlo todo” (Ondaatje 47) de “buscar entre las formas desaparecidas” (44) de un pasado casi imaginario contemplando su propia lejanía, al final de una guerra, cuando “apenas si quedaba un mundo a su alrededor y se veía obligados a ensimismarse” (44).
            Como si todo lo que quedase fuera una grieta en la arena por la cual se asoman a su pasado, los personajes trazan sus propios mapas sobre la piel de la memoria, del mismo modo que los caminantes beduinos del desierto marcaban sus rutas. Mas, en el desierto, se advierte, es fácil perder el sentido de la orientación.
            Ondaatje, él mismo trashumante, revela en el desierto la alegoría de lo distante y lo disperso. Por contraste, se alza la relación privilegiada que Occidente ha tenido y tiene con el bosque. Dice Deleuze al explicar su idea acerca de esa “otra manera de leer” (39) que es el rizoma:
Es curioso como el árbol ha dominado la realidad occidental y todo el pensamiento occidental, de la botánica a la anatomía, pero también la ontología... y toda la filosofía: el fundamento-raíz, Grund, roots, fundations.[2] Occidente tiene una relación privilegiada con el bosque y con la tala; los campos conquistados al bosque se pueblan de cereales, objeto de una cultura de razas de tipo arborescente... Oriente presenta otro rostro: la relación con la estepa y el jardín (en otros casos, el desierto y el oasis) más bien que con el bosque y el campo; una cultura de tubérculos que proceden por fragmentación de los propios individuos... (29-30).
Los personajes de Ondaatje, son egos imaginarios de caligrafías pequeñas y retorcidas, de rostro desfigurados (el paciente), de cuerpos mutilados, exiliados del mundo legal (Caravaggio) o exiliados del mundo de las órdenes (Hana), de piel carmelita, origen sij y profesión desactivador de bombas (Kim), de moretones como huellas de pasiones, infidelidades y culpas (Katherine), ingleses suicidas, lectores de Ana Karenina (Madox), maridos cornudos, espías de los británicos (Clifton), y un húngaro cartógrafo, erudito de la cultura del desierto, y cuya identificación se logra gracias al ladrón y espía Caravaggio y a las pláticas que sobre explosivos y armas tiene con Kim, el sij, el más diferente entre los diferentes. Su nombre, Almásy, da rostro al paciente.
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             La interacción entre el mundo escrito y el mundo no escrito, entre el mundo del que escribe y el que lee en El paciente inglés, queda subvertida por una desfiguración. Al descentrar el cuerpo, al privarlo del rostro-centro, Ondaatje pone el acento en el cuerpo humano como la significación de una condición cultural particular.
            El cuerpo quemado del piloto es la alegoría de un mapa, chamuscado e intrasitable, en el que lo único que queda es un archipiélago de pequeños trozos y trazos que deben ser conectados, reordenados mediante una operación memorística simultánea: la del paciente y la de Hana.
            Ambas memorias intentan reconstituir “el espacio entre” en este mundo lleno de islas en el que se ha convertido el cuerpo del inglés. Una errancia en la que uno y otra van reconstituyendo su propia identidad a través de la imaginación del Otro.
            Esta “continua de identificación”, para utilizar un término de Homi Bhabha (203), puede ser resumida en el poema de Adrienne Rich al que el mismo Bhabha ha dedicado un ensayo:
Sola, tú no puedes vivir en mí
tú no puedes vivir sin mí
yo no puedo ser restaurado ni armado
yo no puedo ser todavía    yo estoy aquí
 en tu espejo      apresado entre uno y otro costado tuyo
intrusivo, inapropiado resplandor amargo (202).[3]
Amargo sabor el del cuerpo renegrido del paciente, es la constatación de una memoria diaspórica que halla en el desierto una textura de móvil infinitud que nos sitúa en la alegoría de una hoja en blanco. Un territorio a la espera de ser “descubierto”. Un espacio entre, una hoja intermediaria, para articular la escritura y la lectura de la historia que siempre ocurre por vez primera.
            Porque nada, a final de cuentas, puede ser reparado, restaurado, rehecho del todo: I can´t be restored or framed. No puedo ser restaurado. Nada puede ser repegado y todo está condenado, de antemano, a ese destino. Son los pedazos de una taza que se ha roto. Al repararse, las líneas de pegamento, esas marcas que quedarán entre un trozo y otro surgirán como la frontera que une y separa a la taza del pasado y la taza reparada del presente, como la invocación del accidente.
            Homi Bhabha propone una segunda lectura en la que se incorpora parte de un verso anterior, para subrayar  el poema de Rich desde la voz de la memoria:
La memoria habla[4]:
Sola, no puedes vivir en mí
tú no puedes vivir sin mí...
yo no puedo ser restaurado ni armado
yo no puedo ser todavía     yo estoy aquí
en tu espejo      apresado entre uno y otro costado tuyo
intrusivo, inapropiado resplandor amargo.
Cuando la memoria habla aquí, dice Bhabha, lo importante de lo que hay no es la idea de un yo de diversidad ilimitada, sino un yo que ocupa un espacio de ambivalencia (205).
            Esa búsqueda se despliega sobre una intensidad en la que la identidad se va construyendo y corrigiendo. Dibujando un croquis en la memoria se busca al extraño, al Otro, para descubrir el reflejo de nuestra elección, de nuestra ambigua condición de existencia. Ese es el sitio donde ocurre lo que Laura di Michele llama la “conquista de la identidad de la diferencia.  Es el lugar donde la pugna entre el yo y el Otro se enciende” (158).[5] Se traza sobre una espejo oscuro sobre el cual se escribe y se lee, se lee y se escribe. Un espejo oscuro, una piel renegrida, que es una metáfora abierta: ligthness or ligthing, levedad, ligereza; relámpago, deslumbramiento.
            Un hombre que cae envuelto en llamas en medio de una hoja en blanco, la irrupción violenta sobre la tersura abandonada del desierto: cae, tan leve como una pluma que destella, un trozo de metal incandecente, como la cabina de un avión, como la punta de oro de una pluma fuente; el hombre cae del cielo y se torna un relámpago humano, un deslumbramiento.
***
Por la noche, nunca estaba lo bastante cansado para dormir. Ella le leía pasajes de cualquier libro que encontrara en la biblioteca del piso inferior. La vela parpadeaba en la página y en el rostro de la joven enfermera y apenas dejaba ver los árboles y el panorama que decoraba las paredes (13).
Ondaatje coloca su novela como una historia para ser escrita y contada en un libro que (también) trata sobre libros. La casona ha resguardado una biblioteca de la que Hana va sacando libros al azar. No hay un propósito de acumulación de conocimiento alguno, simplemente los toma y algunos los lee a solas, otros con el paciente, y otros más le siven para reponer peldaños que la escalera ha perdido.
            Así, se despliega una estrategia narrativa en la que, por supuesto, se marcan conexiones e intertextualidades, pero además, que es eso lo que interesa a las ideas que venimos siguiendo, el libro ocupa su sitio como imagen del orden de las cosas que pueblan el mundo. No sólo como receptáculo del proceso escritura-lectura, acercamiento-distanciamiento, no sólo como objeto cultural que se configura de acuerdo con un pre-texto, sino, fundamentalmente, como la postulación de una figura del mundo en el que la noción de discontinuidad y  fragmentación del orden ocupan un centro que no termina de serlo en el sentido convencional del término.
            Por medio de la intervención del componente azarístico, se redefine la idea del mundo que subyace en la novela a partir de subvertir tanto el proceso de escritura como el de lectura. Al llegar a San Girolamo, al paciente lo acompaña un libro. Es Herodoto. Durante sus trayectos en el desierto, entre las páginas del libro, el paciente fue intercalando pedazos de mapas, dibujos, pensamientos y anotaciones cada vez que comprobaba un hecho que el texto narra y que a él le había parecido una mentira.[6]
            Por otro lado, en algún momento de la historia, Katherine, quien luego será la amante del inglés, lee, al calor de una fogata, y para nada más que pasar el tiempo en una noche en el desierto, un pasaje, uno de los más conocidos, del libro de las Historias de Herodoto.  Ella, mucho antes del romance, elige leer el pasaje en el que se cuenta cómo Giges, instigado por Candaulo, el rey, primero posa sus ojos sobre la desnudez de la hermosa reina. Luego, descubierto por ella, ésta lo coloca en la disyuntiva de matar al monarca o morir. Giges mata a Candaulo y se queda con la reina y el reino por muchos años.
            La lectura como escritura imaginaria del futuro, como premonición del pasado. No es, como lo dicta la ordenación dicotómica del mundo la tensión entre el pasado y el presente o entre el presente y el futuro lo que determina la naturaleza de los hechos, sino una permanente imbricación en la que predomina una estructura de continuidad y ruptura, reconstitución y fragmentación, causalidad y casualidad, memoria y deseo, fundidos, confundidos.
             En la idea de Ondaatje, la relación que se establece entre el lector y el texto se instala sobre una línea en la que, paradójicamente, es la linealidad convencional del tiempo la que queda abolida, y emerge una imbricación temporal en la cual el pasado corrige al presente tanto como éste reemplaza a aquél. Es el presente el que modifica el pasado, el que lo sanciona. Hay una ficción de la anterioridad y una adivinación del presente en el futuro.
             Mas, cuando Katherine muere y él no puede salvar (la) (se), siguiendo la ruta que Derrida propone al relacionar la memoria y el duelo, el paciente pareciera reconocer (es un decir) que, como la propia novela postula: la muerte significa estar en tercera persona, y no tiene más que
esa otra alegoría, incluyendo todas las figuras de muerte con que poblamos el ‘presente’, las cuales inscribimos (entre nosotros, los supervivientes) en cada huella (también llamadas ‘supervivencias’): esas figuras tendientes hacia el futuro a través de un presente fabulado, figuras que inscribimos porque pueden sobrevivirnos, más allá del presente de su inscripción: signos, palabras, nombres, letras, todo este texto cuyo valor de herencia, tal como lo conocemos ‘en el presente’, prueba su suerte y avanza, de antemano ‘en memoria de...’(70)
Instalado en el punto de mira que significa esa tercera persona, al recontar desde la memoria, su memoria, su otro cuerpo, también necesitado de ser (re)constituido, al paciente se le revela una senda en la que el primer paso suele ser el azar. Herodoto, reza la cita, expone su historia para “que el tiempo no desdibuje las creaciones de los hombres...” (Ondaatje 230). La memoria del paciente, empero, trazadora de mapas, necesita desdibujar sobre la arena para volver a dibujar el dibujo desdibujado, sólo que ahora, en la sobrevivencia del pasado, sólo puede hacerlo desde el deseo.   
            Este deseo, promesa de la evocación de un nombre que sobrevivirá al “nosotros” disuelto por la muerte, alegoría de su no muerte al lado de Katherine, confirma su elección de nómada, de contador de historias apócrifas, de tripulante de un viaje en el que, se nos explica, “sólo al deseo se debía que la historia errara, vacilase como la aguja sin brújula...Una mente viajando por el Este y el Oeste disfrazada de tormenta de arena” (237).
            En medio de ese trayecto frenético sobre la pista de un tiempo desdibujado, el paciente, desesperado buscador de lo que del otro queda en sí, de lo que de sí queda en la muerte del otro, ofrece: “Dadme un mapa y te construiré una ciudad”, de la misma manera que alguna vez Fausto suplicara a Mefistófeles: “Dadme tan sólo un nombre y te contaré mil historias” (Semo 147).
***
            Cuerpos insomnes, trozos de piel llevados por el aire del desierto, las historias van entretejiéndose, pero no en un diagrama vertical del cual es posible desprender la rama superior y la raíz. La comprensión del pasado re(con)figurado a través de la escritura-lectura, tanto del lector empírico como de los mismos personajes, se perfila como esos garabatos que siempre aparecían en las bombas que Kim debía desactivar.
            Kim, el lector-decifrador-adivinador, especialista en desactivar explosivos, el sij que se enrollaba el turbante “afuera, en su jardín,[7] al tiempo que contemplaba el musgo sobre los árboles” (211), el que no tenía espejo, es también el que puede leer entre el laberinto de cables que corren y se conectan bajo la tierra.
            Como esta multiplicidad de cables de colores camuflados, trastocado su código de reconocimiento, irreconocibles, los personajes de El paciente inglés pueblan un mapa en el que se conectan las historias de lo propio con la del Otro en un punto cualquiera en trazos que no remiten, necesariamente, a un crecimiento arboreo del relato.
            Sus voces se expanden, conquistan y (re)constituyen su pasado y el del Otro sobre un plano siempre modificable de temporalidad. De allí que la novela se interrumpa en el imaginario abrazo de Hana y Kim, muchos años después de su encuentro en San Girolamo. El es médico y vive en la India, ella ha regresado a Canadá. Una tarde, retornan “por el aire” (288) hasta la colina italiana: la simultaneidad del recuerdo mutuo, al evocar al Otro reconstituye al yo.
            Las historias que cuenta Ondaatje se desmontan sobre sí mismas, se modifican, se corrigen continuamente en un juego de entradas y salidas múltiples. Como la morfina que solía correr por el cuerpo del paciente y que implosionaba “el tiempo y la geografía del mismo modo que un mapa comprime el mundo en una hoja de papal de dos dimensiones” (159).
            El mundo desplegado por el texto se torna la escritura de lo que del Otro ha quedado en el yo que se reconoce en el nosotros. Una escritura que, sin embargo, apenas sucede en su paso raudo, se marcha como hace un soldado extranjero, luego de colocar una bomba: barriendo tras de sí sus huellas con ayuda de una rama. ¿Qué nos queda de la huella sin forma que el pie del hombre marca en la arena del desierto?
            Aun más, qué queda cuando el presente irrumpe con estruendo en forma de amor y todo lo anterior queda destruido, desmembrado porque ahora se ve desde una nueva perspectiva. Porque la novela de Ondaatje, a final de cuentas, lo que narra es una y todas las historias de amor.
            Escribe el paciente en su diario: “Una historia de amor no versa sobre aquellos cuyos corazones se extravían, sino sobre quienes tropiezan con ese hosco personaje interior y comprenden que el cuerpo no puede engañar a nadie ni nada: ni la sabiduría del sueño ni el hábito de la cortesía. Es un consumirse de uno mismo y del pasado”. Escribe Almásy, el paciente, el nómada. Escribe sobre la arena del desierto, entre divagaciones y navegaciones, como un deseo en un sueño, el pliegue en la esquina de papel de un libro; escribe sobre la arena y, juntando las piezas de un espejismo, traza un mapa-placenta; mas pronto se cerciora de que “el desierto no (puede) reclamarse ni poseerse: (es) un trozo de tela arrastrado por los vientos” (Ondaatje 140).
            Quedarán entonces, sólo las palabras, “porque así son las palabras...tienen poder”(224), se erigen  como una grieta cicatriz por la que asoma un mundo, como la marca de una segunda piel que sobrevive a la primera. Dentro de ellas, un nombre inscrito en la sobrevivencia de una piedra blanca que, como una novela,  “es un espejo que se pasea por un camino” (93).

Tlacopac, San Angel, octubre mil novecientos noventa y siete

Bibliografía citada
Bhabha, Homi. “unpacking my library...again”. The Postcolonial Question, Iani Chambers & Lidia             Curti (Eds.), New York: Routlegde, 1996. 199-211.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. Rizoma: Introducción. México: Premiá, 1978.
Derrida, Jaques. Memorias para Paul de man. Barcelona: Gedisa, 1989.
Ondaatje, Michael. El paciente inglés. Carlos Manzano (Trad.). Barcelona: Plaza y Janés, 1995.
Michele, Laura Di. “Identity and alterity in J.M. Coetzee´s Foe. The Postcolinial Question...157-68.
Semo, Ilán. “Historia y alteridad”. Fractal. México. Octubre-Diciembre 1997:139-54.








[1]  Todas las citas de El paciente inglés están tomadas de la traducción que propone Carlos Manzano.
[2]  Subrayado en el original.
[3] You cannot live on me alone/you cannot live without me.../I can´t be restored or framed/I can´t be still      I´m here/in your mirror     pressed leg to leg beside you/intrusive inapropiate bitter flashing.
Traducción AT
[4] Memory speaks...
[5] “...the conquest of the identity of difference. It is a place where the struggle between the I and the Other is ignited”. El artículo de Di Michele propone una lectura desde la perspectiva de la identidad y la alteridad a una de las novelas meas significativas para el estudio de lo poscolonial: Foe, del escritor sudafricano J.M. Coetzee.
[6]  El subrayado es mío.
[7] El subrayado es mío.