martes, 31 de marzo de 2015

Vicente Huidobro: Eiffel, las Peras y los olmos


En ocasión del 126 aniversario de la inauguración de la Torre Eiffel
En el cumpleaños 101 de Octavio Paz

TORRE EIFFEL

Guitarra del cielo
tu telegrafía sin hilos
atrae las palabras
como un rosal las abejas.
Durante la noche
ya no corre el Sena
telescopio o clarín
Torre Eiffel
y es una columna de palabras
o un tintero de miel
En el fondo del alba
una araña de patas de alambre
urdía su tela de nubes
Mi niño
para subir a la torre Eiffel
se trepa por una canción
                   do
                     re
                       mi
                         fa
                           sol
                              la
                                si
                                  do
 ya estamos arriba
Un pájaro canta
en las antenas telegráficas
es el viento de Europa
el viento eléctrico
Allá abajo
los sombreros vuelan
tienen alas, pero no cantan
el Sena duerme
bajo la sombra de sus fuentes
Veo girar la tierra
y toco el clarín
para todos los mares
sobre el camino de tu perfume
todas las abejas y palabras se van
En los cuatro horizontes
quién no oyó este cantar.
YO SOY LA REINA DEL ALBA DE LOS POLOS
YO SOY LA ROSA DE LOS VIENTOS QUE SE MARCHITA CADA OTOÑO
Y TODA LLENA DE NIEVE
MUERO DE LA MUERTE DE ESA ROSA
EN MI CABEZA UN PÁJARO CANTA TODO EL AÑO
Así un día me habló la torre
Torre Eiffel
jaula del mundo
canta canta
repique de París
El gigante colgado en medio del vacío
es el cartel de Francia
el día de la victoria
Tú se la contarás a las estrellas


domingo, 29 de marzo de 2015

Bendita necesidad


Mas somos lo que hemos hecho.
Sufrimos, los años pasan,
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad

de cargar con algo. El amor es una piedra
que se asentó en el fondo del mar
bajo el agua gris...

Derek Walcott

Cuenta la leyenda que Alejandro Magno se dirigía a la conquista del imperio persa cuando llegó a Frigia (hoy, la ciudad de Anatolia, en Turquía). Ahí enfrentó un reto antiguo. Tiempo ha de que llegara Alejandro, los habitantes de Frigia vieron llegar a Gordias, a quien había anunciado el oráculo.
A Gordias lo eligieron rey, y éste, en agradecimiento ofreció al templo de Zeus su carreta y su lanza, atados de tal forma que los cabos de los nudos no se podía ver, por encontrarse en el interior. La leyenda concluye relatando sobre la creencia de que el nudo aquel era de tal modo imposible de zafar, que rápidamente se extendió la creencia de que quien lo lograse, conquistaría toda Asia.
Cuando Alejandro llegó a Frigia y se enfrentó al nudo (gordiano, en recuerdo de su creador), desenvainó su espada y lo cortó. Dicen que esa noche llovió y hubo tantos truenos que nadie dudó del beneplácito de Zeus, quien así expresaba que frente a la necesidad hay que actuar con iguales dosis de creatividad y deseo.

El mundo de los modernos, aquel que se despliega sobre la confianza ciega del pienso luego existo tiene siempre, se sabe bien, una explicación para todo y gusta de marcar los territorios de lo posible y mensurable, respecto de todo aquello que, se dice, no se puede comprobar.
Mas lo que en la puntual enumeración moderna de lo posible se nombra como imposible, la transmutación, universo a contracorriente de lo visible, estos desdoblamientos, sobre posiciones y paralelismos, adquieren carta de naturalización y se tornan en el punto de apoyo del que emergen encuentros, desencuentros, desplazamientos, carnalidades, espiritualidades,  amores y desamores que se configuran y configuran toda vida vivida.
Ananké, la llamaban los griegos. Diosa de la necesidad, madre de las Moiras, incorpórea y serpentina, cuyo abrazo, se transfigura en un amarre que abarca el universo entero.
Sin rostro ni rastro en el tiempo primero, Ananké es lo inevitable, lo necesario, la compulsión, lo ineludible.
Aquella a la que, a diferencia de los modernos que suponen que todos los actos son resultado de la responsabilidad del sujeto, los antiguos atribuyeron una red invisible y más poderosa aun que los dioses. “La diferencia entre dioses y hombres, propone Roberto Calasso, se capta fundamentalmente en la relación con Ananké. Los dioses la sufren y la utilizan. Los hombres sólo la sufren”, dice el italiano.

Todo encuentro amoroso, o aun más, todo encuentro pasional, es la puesta en el mundo, y la apuesta por un mundo en el que Eros seduzca a Ananké, y con ello vuelva visible lo invisible.
Todo encuentro amoroso, o aun más, todo encuentro pasional se torna en un alegato fervoroso y vívido, aliado y alentado por  Eros, invitante al azoro y la ensoñación, que apela en la propia metáfora de lo inasible de la pasión, en un desplazarse por el mundo, a situarnos frente al acto escritural como el triunfo del deseo sobre la necesidad. O aun más.
Desear es, al modo de los dioses, no de los mortales, usar  y no sólo padecer a Ananké.
Sólo así se puede ser, y ser en y para (lo) otro. Se es en singular, y se es en el ser de la sigularidad humana de que es plural en el que Anaké sucumbre al desatino y destino de Eros.

Amor, pasión, deseo, a final de cuentas, en la memoria metáfora sobre las preguntas de la existencia humana, en la que el poder del arte para hacer visible lo invisible pone al descubierto la sobre posición y el desdoblamiento, la simultaneidad, antes que de Ananké y su fatal red invisible, los portentos de Eros y sus astucias para liberar la nave de la vida, aun dejando el nudo, a la manera en que lo hiciera, desafiante y astuto, Alejandro en Gordio.  
Qué hacer, podríamos repetir nosotros con ella envueltos en nuestras propias encrucijadas cotidianas, en nuestro propio desamparo frente al reino de la necesidad. Frente a la mayor cárcel que es no terminar de saber quiénes somos.
Desear, pudiera responderse como quien desea encontrar en un Eros que enarbola una antorcha, una luz para vislumbrar e intervenir sobre nuestra propia existencia, así sea en la penumbra, así sea librando cada uno de los nudos que la necesidad impone.

Sortear la vida entre nudos no significa la capitulación del deseo ni la resignación fatal de estar sujetos, pasivos,  inmóviles, paralizados frente al miedo, negados a encontrar y encontrarnos en ese instante que extremo prodigioso asoma en la penumbra y hace visible lo invisible. Que hace posible la música, el gozo, la pintura, la pasión, la escultura, la entrega, la danza, la literatura.
 Ese instante prodigioso que hace posible la vida misma.


Imágenes: Anna Kagan

jueves, 26 de marzo de 2015

Incluso cuando se inventa...

Ten siempre a Itaca en tu mente. 
Llegar allí es tu destino. 
Mas no apresures nunca el viaje. 
Mejor que dure muchos años 
y atracar, viejo ya, en la isla, 
enriquecido de cuanto ganaste en el camino 
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.
Itaca te brindó tan hermoso viaje. 
Sin ella no habrías emprendido el camino. 
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. 
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, 
entenderás ya qué significan las Itacas.
Constantino Cavafis


Ha sido el propio Claudio Magris, en ocasión de recibir el Premio Príncipe de Asturias, quien ha dejado establecida con toda claridad su idea de que escribir es transcribir.


“Incluso cuando inventa –asegura Magris—un escritor transcribe historias y cosas de las que la vida le ha hecho partícipe: sin ciertos rostros, ciertos eventos grandes o pequeños, ciertos personajes, ciertas luces, ciertas sombras, ciertos paisajes, ciertos momentos de felicidad y de desesperación, no habrían nacido muchas páginas. Por tanto debería compartir este premio con todos los coautores de lo que he escrito, hombres y mujeres que han compartido mi existencia y forman parte de mí. Solamente mirando esos rostros –advierte Magris—puedo ver el mío, como en un espejo que de lo contrario estaría vacío…”La transcripción del mundo no es, por tanto, un acto idílico que surge de algo mal nombrado inspiración o peor aún de la nada. Se transcribe ese pequeño fragmento de la existencia transfigurada en parte de un diálogo atemporal que se construye cruzando tiempo y espacio, insertándose en la vida de los otros y permitiendo que la vida de éstos se inserte en la nuestra.


Un ejercicio de la mirada que se torna palabra y que resignifica las relaciones que las cosas que pueblan el mundo, que las voces que lo habitan, tienen entre sí. “Tiende el poeta su abierta mirada sobre el mundo que habita, señala el mexicano Rubén Bonifaz Nuño, y lo recoge en ella, lo reúne; lo comprende y lo comunica, comprensible. Gracias a él, nosotros, hombres comunes, columbramos ese mundo en un instante inmóvil; lo columbramos iluminado y a salvo de la muerte.”
De una muerte que no es otra que el olvido. Un olvido del mundo que pronto se torna para quien lo padece en un olvido de sí. Si Magris debe a quien él ha leído; nosotros le debemos a él. Es su escritura ese caudal bajo cuya fuerza y lucidez se forja un espejo, antes que del mundo como algo abstracto y ajeno, como una realidad susceptible de ser vivida.


Porque es la escritura en Claudio Magris, en él, a través de él, la trascripción antes que de una realidad con pretensiones de objetividad, el despliegue de una experiencia interior en la que el mundo propio se ensancha en la medida en que vamos siendo capaces de interpolar, de hacer dialogar, de construir analogías, entre las situaciones abiertas por un texto y la situación particular de quien lee.


Así, la lectura nos lleva de lo desconocido a lo familiar y de ahí a lo entrañable, a lo luminoso, a lo que diciéndonos del mundo nos dice de nosotros mismos. Viajero en el sentido literal y en cuanto posibilidad del pensamiento, Magris es un incitador del viaje. Un instigador para que nos movamos de nuestros lugares comunes y nuestras certezas predispuestas.
Viajamos con Magris, cruzando a Magris, paseando la imaginación como quien desliza un dedo sobre el mapa de un territorio que se abre al asombro. Emprendemos el camino para encontrar y encontrarnos. Una marcha cuyo sentido no es, como quisiera el mundo de lo pragmático, la llegada, sino el trayecto. Demorémoslo, pues; tal cual llama Cavafis. 
ClaudioMagris
ConstantinoCavafis
Imágenes: Valéria Dénes
   

domingo, 22 de marzo de 2015

Jeroglífico al centro




Guárdame junto a ti, cerca de tu ombligo en que principia el aire
César Moro

 Frota la puerta doce veces con el clavo que hay en mi ombligo, ella le dijo. El ombligo, quizá el mismo, quizá el único, el de todas y todos, en el que se puede vertir o sorber hasta una onza de almizcle. El perfume, se puede saber o no, pero sentir de cualquier forma, de fuerte aroma segregado por una glándula del ciervo.


Mientras, en el tiempo anterior posterior del mito se hace saber que, siendo por entonces la Tierra plana y circular, el dios de dioses, Zeus, quiso determinar el centro exacto de aquella extensión bajo su mando y cuidado.
Lanzó dos águilas, dos, y les ordenó que volaran a la misma velocidad desde cada uno de los extremos del díametro del círculo que ocupaba la Tierra. Las águilas, quizá por estar exhaustas, quizá porque en algún sitio hubo de ser, se encontraron en Delfos.
Razón suficiente para que ahí, exactamente ahí, se erigiera el imponente Tempo de Apolo, y para que en el centro justo de ese centro, en el interior del magnífico templo se colocara una piedra de mármol que nadie habría de mover jamás.
Piedra a la que de haber sido este nuestro tiempo se le hubiese llamado, ombligo; en aquella lejanía cercana nuestra, sin embargo se le nombró Ónfalo, quedando en ella fijado el centro del mundo.En celo el dios de saber, en celo mayor aun el ciervo aquel, puede suponerse con posabilidad de errar. Pues ya sea en el cuento de cuentos, Las Mil y una noches, de donde proceden las referencias iniciales, o el canto poético al cuerpo desde El Cantrar de los cantares, o el mito, el ombligo es centro de muchos centros, y hueco cuyo vacío derrama miel del ensueño y ecos de la adivinación del otro.

Púdicamente cubierta o a la vista de quien se quiera aventurar, sobre el vientre de ese territorio de lo real y lo simbólico que es el cuerpo humano, asoma una pequeña cavidad que nos recuerda que hemos nacido. 

Cicatriz, huella, llaga, evocación del origen, indicio en sueños de vigor o de calamidades, el ombligo es el sitio donde todo converge. Centro del cuerpo y, por extensión, centro del universo.

A su modo, cada cultura ancestral estableció el nexo metafórico entre el ombligo y sus preguntas acerca del sitio donde se halla la explicación primera y última de las cosas.Si para los griegos uno de los significados de la palabra omphalós fue “centro del timón”, los romanos llamaron umbilicus a una pequeña concha blanca y plana, como de la que debió haber nacido Venus, ilustra Gutierre Tibon, que usaban como remedio mágico contra el dolor de cabeza; al tiempo que en el mundo azteca, la propia palabra México, da cuenta de una ubicación excepcional: “el ombligo de la luna”.


Babilonia reclamó para sí el nombre de “puerta del cielo”, pues representaba el centro del mundo; al monte Meru, en la antigua Persia, se le reconoció como “el ombligo de los mares”; y en latín Jerusalén era llamada umbilicus mundi, siendo representada en los mapas medievales como punto central del universo.En Delfos, apunta Platón, Apolo se había establecido en “el ombligo de la tierra para guiar al género humano”. Desde entonces, quizá, como se hacía en el antiguo santuario de la adivinación, en Delfos, proseguimos intentando encontrar el centro desde el cual se construye el sentido de los designios divinos y los afanes humanos.Así, como si se tratara de un jeroglífico marcado en la piel, el ombligo ha sido cubierto o develado según la época. En los sesenta, bikinis y las blusas ombligueras, hoy de vuelta, se sumaron al caudal de colores chillantes y pantalones ceñidos en lo que fue una nueva manera de asumir el cuerpo y sus fronteras.


Vestidos con arracadas, piercings y tatuajes, es difícil determinar si los ombligos del presente mantienen vigentes las simbologías del pasado.Bastará, sin embargo, con recordar la primera vez que nuestra mirada se escabulló hasta el ombligo de la persona amada, para saber que por debajo de esa leve hendidura, cual si fuera la disimulada entrada al corazón de un volcán, habita una voz que no deja de pronunciar nuestro nombre, de llamarnos al encuentro.Al encuentro en esa cavidad del mundo, en ese hueco de la existencia en que habiendo sido uno, tornamos en dos, para en algún instante, ombligo con ombligo, retornar al estado primigenio de la unicidad, dos que son, vuelve a ser, uno solo.


 César Moro(Lima, Perú, 1903-1956)
Imágenes: AnaMaria Maolino (Italia, 1942)

  

miércoles, 18 de marzo de 2015

Memoria en vida

Memoria iluminada, galería donde  vaga
la sombra de lo que espero. No es verdad
que vendrá. No es verdad que no vendrá.
Alejandra Pizarnik

De acuerdo con la mitología, Mnemosyne, fue la mujer con quien Zeus procreó las nueve musas, luego de seducirla vestido de pastor.
De esta unión nacieron, según su nombre y campo al cual están abocadas a dar protección: Caliope: poesía épica; Clío: historia; Erato: poesía lírica y cantos sagrados; Euterpe: música de flauta y algunos otros instrumentos de viento; Melpómene: tragedia; Polimnia: arte mímico; Talía: comedia; Tersícore: música general y baile.


Las nueve estaban dedicadas a divertir a los dioses del Olimpo, estaban bajo la dirección de su padre, Zeus, y eran veneradas por todo aquel que se dedicaba a labores intelectuales, filosofía, diálogos, etc. Mnemosyne, su madre, es presentada como hija de Cronos y Rea, y se cuenta que  parió a sus hijas, las musas en el monte Pierius.Por su parte, atribuye Cicerón en su De oratore al poeta Simónides la invención de la memoria. Lo hace en una mezcla de leyenda y mito en el que intervienen, además, los gemelos Cástor y Pólux.
Lo relatado por Cicerón da cuenta de una reunión convocada por un noble de la ciudad de Tesalia llamado Scopas.
Ahí, luego de que el poeta recitara sus versos y de que al hacerlo hubiera dicho que los dedicaba por igual al anfitrión y a los dioses gemelos, Scopas se negó a darle la paga completa arguyendo que la otra parte, la mitad, debía cobrárselas a los gemelos con quienes él, el noble, había tenido que compartir la dedicatoria de los poemas.


Desconcertado ante tal actitud el poeta recibió un mensaje de la puerta de la casa. Afuera lo esperaban dos personas que le pedían saliera con premura. Simónides accedió y fue al encuentro de los desconocidos que lo llamaban. Grande fue su sorpresa cuando al llegar ala puerta descubrió que no había nadie.
Mientras tanto, en el interior de la casa, se desplomó el techo de la estancia en la que la fiesta tenía lugar. Todos quienes estaban ahí murieron aplastados por el tejado.
Muertos todos, Simónides, sin embargo fue capaz de recordar el lugar exacto en el que cada uno de los invitados y el anfitrión se hallaban en la sala. De ese modo pudo indicar, en medio de cuerpos mutilados e irreconocibles, el lugar en el que cada deudo debía recoger el cadáver de su familiar.


De los visitantes, se dice, que no fueron otros si no Cástor y Pólux quienes, salvándole la vida, retribuyeron al poeta. A partir de ahí, subraya Cicerón queda clara, al reparar en la utilidad de que Simónides hubiera podido recrear el lugar de cada invitado, la importancia de una memoria ordenada.Se trata, instruye Cicerón al tocar el punto de la memoria como una de las cinco partes de la retórica, de adiestrar a la mente para tener la capacidad de seleccionar lugares y aparejarlos con imágenes mentales de las cosas que se deseen recordar, para luego almacenar esas imágenes en esos lugares.


El orden de los lugares habrá de preservar, según esta instrucción, el orden de las cosas. Las imágenes de las cosas, por su parte, habrán de denotarlas. Lugares e imágenes, respectivamente, jugarán el papel de una tablilla de cera y de letras escritas sobre de ella.Presente el nuestro en el que caminamos, navegamos es mejor decir, ya no como en la vida, sino a partir de vínculos que lejos de continuar se bifurcan de modo infinito.Una cosa y después otra, no es más, en el mundo de todo a la vez, el modo en que se camina. Las imágenes son difusas y los lugares idóneos que proclamó Cicerón, no están más cuando se intenta regresar a ellos.
La vida sin donde poner los objetos que no son objetos y que solemos llamar: memoria.


Alejandra Pizarnik (1936-1972)


Imágenes: Margit Anna (1913-1991)

domingo, 15 de marzo de 2015

Imaginar, ese vicio


y por más empeño que ponga en concebirlo, 
no me es posible ni tan siquiera imaginar 
que pueda hacerse el amor más que volando
Oliverio Girondo

Aunque Aristóteles, en su De anima, define a la imaginación como una facultad del alma, no será sino hasta el siglo XVI, cuando Thomas Hobbes se aparta de esta línea y traslada el término de una postura pasiva a una interpretación constructiva.
Hobbes, el mismo que imaginara al Estado moderno como la bíblica figura del Leviatán, considera a la imaginación como una capacidad, la de engendrar deseos, apetitos o emociones. Además, señala el poder de la imaginación para direccionar eventos futuros mediante la extrapolación de información desde la memoria, con lo que, que nos es poca cosa, vincula la imaginación con la dimensión ética.

Estas ideas son fundamentales para que a mitades de los 1700, apenas unos cuantos años después de Perrault y su Mamá Oca, la imaginación se haya sido reconocida, por fin, como parte del proceso general de lo humano.   
Hoy nadie dudaría de definir la imaginación, además de cómo la consabida capacidad para crear imágenes, como la proveedora de un componente de creatividad crítico esencial. El optimismo es claro. Se asume que la imaginación en sí misma, asegura The Enciclopedia of creative, aun y para personas no interesadas en el arte o la literatura, podrá ser disfrutada en sí misma “como una vía de enriquecimiento de nuestra experiencia en el mundo”.
Pero tanta indulgencia para con la imaginación, no ha sido siempre la tónica. En su Historia de la imaginación viciosa, libro deslumbrante de Elemire Zolla, éste hace ver que la condena inicial a la imaginación  viene ya marcada en el origen mismo de la palabra: en latín el hombre fantaseoso se denominaba: morosus, que también significa: extravagante, morboso.

El uomo fantastico, dice Zolla que está pensando en italiano, era nada menos que el “intratable por tener siempre la fantasía ocupada*.
El animal con el que se asociaba al hombre imaginativo era el grillo que, como los topos, hace galerías subterráneas y destruye a las plantas: lo opuesto a la abeja laboriosa, tenaz y sabia. Las cosas, para la idea de la infancia, como para la del juego, han sido sufriendo un cambio radical. Y sin embargo, Zolla, lúcidamente advierte que los
“sueños diurnos, como él llama a la capacidad para imaginar son hoy una mercancía. La civilización moderna concede a todos, con pareja generosidad, la posibilidad de ser viciosos. A condición de que los vicios sea prefabricados. La generosidad con los vicios se paga con la degradación de los vicios mismos, desde los privados hasta los colectivos”.

Otra vez, la paradoja. Nunca la imaginación había gozado de tanto prestigio. Nunca antes, tampoco, al parecer, habíamos estado tan expuestos a extraviar, en nombre de la multiplicación de las imágenes, la capacidad simbólica que, en palabras de Giovanni Sartori, “distancia al homo sapiens del animal”.
¿Qué ha venido sucediendo entonces con las energías utópicas de la imaginación? ¿Cómo recuperar la infancia sin que otra vez ésta vuelva a representar la utilidad de ser niño para poder llegar a ser adulto, la posposición infinita del ahora?

En la capacidad para subvertir este orden descansa, me parece, buena parte de la estrategia de trascendencia de la literatura, y buena parte de su éxito para librar y librarse de las trampas de la fe en la moralización a toda costa. 
Pues como dice Girondo, si se trata de imaginar no ha de haber otra forma de imaginar el amor, o la misma vida, que no sea volando; sí, imbuidos hasta la médula del virtuoso vicio de volar.



OliverioGirondo (17 de agosto de 1891, Buenos Aires, Argentina-24 de enero de 1967)


Imágenes: Paula Swinburn (Santiago de Chile, 1964)

miércoles, 11 de marzo de 2015

A tiempo

Llegar tarde se ha convertido en un tipo especial de sufrimiento moderno, ha sentenciado el gran novelista inglés Ian McEwan.

Ver cómo, de modo inexorable, los minutos pasan y el tráfico no avanza, enfrentarse a la desdicha de haber equivocado la ruta o confirmar que el avión sigue dando vueltas sobre la urbe en la que hace un rato debió haber tomado tierra, devuelven a quien lo padece la abominable certeza de que en el origen y destino de lo humano está el fallar.


Hay aquellos que fingen demencia y aseguran que la cita estaba pactada justo a la hora que ellos llegaron.

En otros casos, la conflictividad política se vuelve un aliado y valida prácticamente cualquier tardanza: “me agarró una marcha”, se arguye, así se esté arribando a un encuentro a las 2 de la mañana.


Y si bien no faltan tampoco los que sintiéndose Cronos, dios griego del tiempo, hacen de su impuntualidad un ejercicio de prepotencia, en general llegar tarde, como bien dice McEwan, nos angustia tanto que nos hace sumergirnos en un estado de tensión, culpa y ansiedad.

El punto álgido, pues, de un retraso no sucede al momento en el que por fin se aterriza en ese sitio visto como un espejismo inalcanzable.

No, la tortura se desarrolla en ese espacio en el que el individuo, varado sin saber hasta cuándo, mira cómo el tiempo corre a una velocidad inversamente proporcional a la propia condición detenida de quien sabe que llegará tarde.


Esa inmovilidad se torna entonces en el dantesco sitio de los auto reproches.

Que por qué no salimos más temprano, que por qué no subimos al auto a la hora, que por qué quisimos ahorrar unos pesos volando en una línea de bajo costo, que por qué no consultamos la página web de todos los partidos políticos y sindicatos para saber por dónde marcharían ese día.

Angustiados, odiando la ciudad en la que viven, sintiendo compasión por ellos mismos, el impuntual consuetudinario o esporádico se abre a la herida de reconocer que no es dueño del tiempo sino su instrumento.


Mas, si de verdad se quiere saber dónde reside el mayor de los castigos para alguien que llega tarde, habrá que volver a la sabiduría del legendario bolero de Álvaro Carrillo.

Justo aquel que asevera, sin reserva, lo terrible que resulta la gente demasiado buena, entre las que siempre están aquellos que habiendo estado esperándonos más de una hora, parece que perdonan, pero en el fondo... siempre nos condenan. 

Ian McEwan (Hampshire, Inglaterra, 21 de junio de 1948)

domingo, 8 de marzo de 2015

¿Qué ver?...

" Más allá de la oreja existe un sonido, la extremidad de la mirada un aspecto, las puntas de los dedos un objeto: es allí a donde voy. La punta del lápiz el trazo. Donde expira un pensamiento hay una idea, en el último suspiro de alegría otra alegría, en la punta de la espalda magia: es allí a donde voy. En la punta del pie el salto. Parece historia de alguien que fue y no volvió: es allí a donde voy.
¿ O no voy? Voy, sí. Y vuelvo para ver cómo están las cosas. Si continúan mágicas. ¿Realidad? Te espero. Es allí a donde voy. En la punta de la palabra está la palaba. Quiero usar la palabra "tertulia", y no sé dónde ni cuándo. Al lado de la tertulia está la familia. Al lado de la familia estoy yo. Al lado de mí estoy yo. Es hacia mí a dónde voy. Y de mí salgo para ver. ¿Ver qué? Ver lo que existe. Después de muerta es hacia la realidad adonde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño fatídico. Pero después, después de todo es real. Y el alma libre busca un canto para acomodarse. Soy un yo que anuncia.
No sé de qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien me dirá con amor mi nombre. Es hacia mi pobre nombre adonde voy. Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de los hijos. Ellos me responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta? La del amor. Amor: yo os amo tanto. Yo amo el amor. El amor es rojo. Los celos son verdes.
Mis ojos son verdes tan oscuros que en las fotografías salen negros. Mi secreto es tener los ojos verdes y que nadie lo sepa. En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta . Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo. Yo al lado del viento. La colina de los vientos aullantes me llama.
Voy, bruja que soy. Y me transmut
o. Oh, cachorro, ¿dónde esta tu alma? ¿Está cerca de tu cuerpo? Yo estoy cerca de mi cuerpo. Y muero lentamente. ¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos nosotros. "


Fragmento de “Es allí a donde voy”

Imágenes: Helen Frankenthaler (1928-2011)




miércoles, 4 de marzo de 2015

Cuerpos en tránsito: Vestimentos y desvestimentos

La irrupción del cristianismo hizo en las artes figurativas que éstas incorporaran, vía a la acción del desnudamiento o del vestirse, una representación completa del erotismo. 
El despojamiento, está ligado a la erótica de la Reforma; mientras que la segunda, el revestimiento, se nutre de las ansías de la erótica de la Contrarreforma y el Barroco. En una y en otra el punto tensional está puesto en el tránsito entre un estado y otro; mas si es tránsito lo que se puede percibir representado es porque subyace una acción. Esta es, en la dirección que se quiera, de ida o de vuelta, la acción de desnudarse.
El des(a)nudamiento es la acción determinante del tránsito erótico. Ya habíamos anotado al hablar de Bataille como para este pensador, el deseo erótico y la pulsión al desnudamiento tiende redes de atracción continua.
El ser que desea salir de sí mismo, ofrece al otro y reclama de ese mismo otro un cuerpo desnudo como mensaje y medio, es la negación, dice Bataille, del ser encerrado en sí mismo. Perniola nos hace ver cómo Bataille se mueve en una tradición que otorga al desnudarse un gran valor espiritual. “Durante la Reforma.... la cruz, el martirio, la agonía de Jesús son considerados como el ápice de la experiencia cristiana. De ahí que la perdición, el desgarramiento, la aniquilación, el abismo, la confusión, el desorden, el estupor, el temblor, el vértigo y la muerte se impongan también como modelos de experiencia erótica”.
Dice Perniola, basándose en el nuevo tipo de desnudo femenino en el cual el ritmo dominante deja de concentrase en la cadera, como sucedía con el desnudo griego, y pasa a descansar sobre el vientre ligeramente curveado, que se observa una tendencia a recuperar para el cristianismo el significado de la fealdad mediante la representación de los cuerpos, más que en su estado ideal desnudez en su verdad desnuda. 
Los pintores de la Reforma se enfrentan sin embargo a la disyuntiva de presentar personajes que aspiran a la santidad, misma que para el protestantismo no es dada al hombre. Los pintores echan mano de un recurso interesante: el velo. El velo señala un espacio intermedio entre vestimenta y desnudez. Este no tiene nada más la función de obstáculo de la visión, sino, más bien, instaura, justamente, ese tránsito del que tanto hemos venido hablando como condición de lo erótico.
Estructurado como la respuesta contumaz del arte de la Reforma, su contra parte católica, establece el tránsito entre vestidura y cuerpo de modos maneras especialmente: en el uso erótico del drapeado (esto es, el uso de pliegues); y en la ilustración del cuerpo humano como despojo viviente, tal como se ve la “fiebre” por el diseño anatómico. 
 Históricamente debe reconocerse que en el uso de los tejidos que cubre-descubren el (otro) cuerpo, el aporte de las órdenes religiosas es fundamental. 
Ellas son quienes encargan a los pintores celebrar a sus santos, imponiendo un modelo de figura humana envuelto en una túnica. Perniola hace notar que “el lugar que el cuerpo desnudo de la crucifixión ocupaba en la espiritualidad reformista pasa ahora a ocuparlo el cuerpo vestido de la resurrección triunfante” (253). La sensibilidad erótica que con ello se impone proviene de la idea que considera a las vestiduras como la simbolización de un nuevo cuerpo redimido del pecado y finalmente inocente.
El juego de pliegues que marcan los tejidos de la tela de los vestidos, deja muy claro el tránsito del cuerpo humano, por ejemplo, de la Santa Teresa en éxtasis de Bernini, pintada para adornar la iglesia romana de Santa María de la Victoria, al cuerpo glorioso, como si la túnica fuera ese otro objeto sobre el cual ocurre la transubstanción desde un cuerpo humano hacia otro cuya santidad habita, precisamente, en la propia túnica.
Sin embargo, Perniola no deja de hacer una acotación que explora una ruta inquietante: La celebración del cuerpo como vestidura. “La erótica barroca no se agota... en la túnica de santa Teresa, sino que recorre de nuevo el sendero que, desde las vestimentas, conduce hasta el cuerpo. Los desnudos barrocos dejan de ser el punto de llegada de un despojamiento: resplandecen como “túnicas de piel” a las que nada distingue de las “túnicas de luz” de las que hablaban los Padres de la iglesia” (255). 
Esta cultura cristiana ha dejado su marca, sin duda, en la erótica del revestimiento que subsiste hasta nuestros días. Tanto en las fantasías más comunes y masificadas por el mercado; ya, ni qué decirlo, en las más sofisticadamente complejas.

domingo, 1 de marzo de 2015

Del olvido inmemorial

Nunca antes en la historia de la humanidad tuvimos acceso a tanta información.  
Basta un click para que un mundo de datos, artículos e imágenes aparezca como avalancha y amenace con sepultarnos.
Resultado del talento humano, al fin y al cabo, las computadoras, esas cajas de las maravillas que nos inundan con datos e imágenes todos los días, han tomado para sí cualidades de lo humano. 
Así, para hablar de su capacidad de almacenamiento, nombramos memoria a esa parte de la computadora que almacena, ordena, jerarquiza y relaciona información.
Y como tal, como una memoria misma, operamos en ella acciones de limpieza y desalojo de aquello que consideramos que es ya prescindible. 
Como en los seres humanos, la memoria de toda computadora, por potente que sea, es limitada. Como en los seres humanos, no sólo almacena, sino también desecha. No sólo recuerda, por decirlo así, sino también olvida, borra, limpia.
Para los antiguos, además de la diosa Mnemosyne, diosa de la memoria, deidad del nombre de las cosas y las reflexiones profundas, existía el Río Leteo, el Río del Olvido, aquel en cuyas aguas se diluía lo vivido, lo visto, lo aprendido.
Cuánto de lo que hoy vemos, vivimos, damos importancia o nos causa emoción, habrá de ser arrastrado por las aguas del olvido, es imposible saberlo.

De lo que sí podemos estar seguros, sin embargo, es que así como nunca antes tenemos hoy acceso a una avalancha de información y vivencias, en el futuro nos aguarda el inevitable cauce del olvido.
Aquel que ajusta cuentas con la vida y haciéndonos mirar hacia atrás, diluye entre la niebla cosas cuya valor de por sí era menor al que en su momento le dimos.
Memoria y olvido son, a fin de cuentas, los grandes justicieros de aquello a lo que con frecuencia y con demasiada prisa consideramos trascendente. 
Y si no, al tiempo. Al tiempo.