sábado, 17 de diciembre de 2016

Giorgio Agamben: penuria

Entre lo sagrado y lo profano




Igual. Disímbola forma de lo propio. Indivisible tarea individual. Mas no menos colectiva.  Poetizar. Decir lo mismo. Sobre lo mismo. El “mismo objeto”. Indagación común, entonces. Troncos vecinos, llamó Heidegger a cantar y pensar, formas convergentes del acto poético. El pensar auténtico crea. La creación no puede serlo si no es pensamiento.

La experiencia de pensar-actuar-crear, establece Xirau en el ensayo que dedica al alemán y su relación con lo sagrado, no puede entonces sino entenderse como un acto en el que la condición múltiple y dispersa del mundo, vuelve a estar ligada, unida. Como un acto de religación, dice textualmente.

Aquello que identifica como “el pensamiento religioso” en el siglo XX, conducirá a Xirau a indagar sobre la sombra de lo sagrado en cuatro pensadores fundamentales de aquella centuria. En Heidegger, en particular, a su lectura de Hölderlin. Y de allí a hablar de pensamiento y creación como posibilidad de “religar” la unidad de la vida.

En tiempos recientes, religare participa de una renovada disputa vinculada al origen y sentido de la palabra religio, es decir: religión. Ligar, unir lo humano con lo celestial, sería la misión de lo religioso como experiencia.
Mas, todo apunta que una buena parte de quienes se miran como resguardas de lo “verdaderamente religioso”, seguirán afanándose en dar la razón a quienes como Giorgio Agamben advierten la manera en que relegare, separar al hombre de lo divino, se ha asentado y ganado la disputa por el alma de nuestra época.

De la mano de la acción de relegar al sujeto, de separarlo de lo divino, asoman los guardianes del “orden religioso original”, aquellos para quienes religio tiene lugar si y sólo si se mantienen intactas lo que Agamben llama “las formas que es preciso observar para respetar la separación entre lo sagrado y lo profano”.

Religar, vincular, unir. Relegar, dividir, segregar. Antes que un entresijo semántico, se trata de una divergencia radical.
Vacuidad de las formas y ritos. Puerilidad de la norma. La policía de la sacralidad dispuesta a evitar que el sujeto “común” traspase el valladar de lo que “debe de ser”.  

Tiempos de penuria, prefiguró el verso de Hölderlin. No la hay, como falta tampoco, sin embargo, en quien al profanar, religa, vincula, une. Sí, en cambio, en los que al perseguir, o relegar, encarnan “falta” de todo.

Penuria irremisible la de quien divide; la de quien segrega.
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sábado, 19 de noviembre de 2016

Simone Weil: epopeya

La capacidad de no ser indiferente





Destello.  Tangible. Certero. Ese momento. Doble dimensión. Convergencia única. Se sabe. Se es. Se comprende lo que en ese instante está siendo ser. De lo que está siendo. Parte y todo. Existir. Vida de los vivos.

Si Ovidio elige para sus Metamorfosis el género de la épica, lo hace, sin duda, convencido que ha de legarnos el principio de que toda transformación auténtica supone eso: una batalla, acaso una hazaña, sintetizada en una mezcla inefable entre el combatir imaginario y el real.

Épica es pues toda conversión. Al igual que elegía no tiene más remedio en ser toda escritura que compela al amor, en su sentido más amplio.

Entre una y otra, entre la épica, y la elegía, combate y exaltación, se asienta una idea luminosa: El tema, el protagonista genuino de la Ilíada, es la fuerza. La misma que, “cuando se ejerce hasta el extremo, —dice Simone Weil en su conocido ensayo sobre el poema homérico— hace del hombre una cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver”.

Por su parte, de la desdicha de quien aguarda se sirve Ovidio en sus Cartas de las heroínas, para idear una Penélope confundida entre el reclamo y la desazón interminable. “Ven tú en persona, no me escribas ninguna carta”, le escribe a Ulises, para luego confiarle: “No sé qué temer; aun así, lo temo todo, —sufre Penélope— loca de mí, y un amplio campo se abre ante mis angustias”.

Épica y elegía. Ovidio y Weil convergen. Ésta vive sin saberlo sus últimos años. Estudia con pasión a los griegos. De Homero, saca una conclusión que aún cimbra: “no es posible amar y ser justo más que si conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo”.

Por eso, donde la Penélope de Ovidio describe el lento correr de los días, la fatiga de sus manos sobre el lienzo colgante, “mientras intento engañar con él horas las largas de la noche”, Weil alumbra: “Todo lo que en el interior del alma y en las relaciones humanas escapa al imperio de la fuerza es amado, pero amado dolorosamente, a causa del peligro de destrucción continuamente suspendido.  Ése es el espíritu de la única epopeya verdadera que posee Occidente”.

Conversión, épica que comprende la justeza frente a la desdicha; elegía, fortaleza del alma que advierte sobre el odio. Capaz de no serle indiferente.
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sábado, 5 de noviembre de 2016

António Lobo Antunes: entonces

Transformar todo en lenguaje






Un tarareo. Una melodía constante. Al centro del barullo. Del alboroto y el ruido insensato. Una fisura entre la que emergen, como volutas de humo, formas musicales. Unos cuantos acordes. Básicos, o no, eso no importa. Interesa que puedan repetirse. Que se fijen en el recuerdo. Tiempo que persista frente al tiempo.  Memoria. Aun siendo ésta, cual lo advirtiera Borges, aquel “quimérico museo de formas inconstantes, un montón de espejos rotos”.

Hay una forma del pensamiento que es eminentemente musical, sostenía Carlos Chávez en 1961, al acudir a Harvard a la Cátedra de Poética Charles Eliot Norton. “El creador artístico es un transformador. Transforma todo en un leguaje, traduce todo a su propio lenguaje artístico. Un compositor vuelve música todo aquello que absorbe del exterior, y todo lo que él es congénitamente; describe musicalmente su momento presente, de manera que, en realidad, toda la música es autobiográfica”.

Autobiográfica es toda música, dice Chávez. Quien la hace suya, sabe que sí. Pues si como Borges figuraba, somos memoria, hemos de ser, entonces también, la memoria de la música que perdura en cada cual. El rastro viviente de su significado. La posibilidad de volver a uno mismo, volviendo a ella.

Ha querido, así, António Lobo Antunes, ese otro Nobel que merece la lengua portuguesa, figurar en un personaje la negación de la muerte de aquel que da a cualquiera, en su música, una forma de decir(se) el mundo. “La muerte de Carlos Gardel”, se llama la novela.

En ella, Lobo Antunes fabula una buhardilla: “y en medio de violonchelos y pianos, Carlos Gardel cantando…con una voz que hería como un cuchillo cavando un surco entre tendones y músculos y cartílagos que chasqueaban, el limonero y las pilas antiguas brillaban en la noche, el gallinero hervía de alas…”

Y un día lo encuentra. O eso cree él. Lo confunde, claro. Pero su reconocimiento es sincero. Se está reconociendo a sí. Lobo Antunes lo sabe y le hace decir: “Porque cuando usted canta Melodía de arrabal”, le dice el personaje al Gardel que él cree vivo, “…comprendo finalmente el sentido de las cosas, que uno entrevé con absoluta nitidez, preciso, perfecto, luminoso, un segundo antes de despertar…”

Instante que toda vida es. Despertar. Para hallar, entre formas inconstantes y fugacidades atroces, una melodía. Un tarareo que permanece. La música que pervive. Un recuerdo que navega. Nosotros mismos. Ahí; entonces.
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sábado, 22 de octubre de 2016

Clarice Lispector: nada

La voluntad de lo invisible






Aturdimiento. Habitual. Útil, incluso. Necesario, tal vez. Una condición en la que se puede creer que no se está solo. Llegar a sentirse acompañado. Mirarse en la imagen de aquel que no deja de confeccionar cosas, ideas, visiones. Soñarse, despierto, dormido, planeando, elaborando. Sin parar; nunca.

Qué difícil es en cambio no hacer nada, escribe sensible e inteligente, Clarice Lispector. Negación explícita y voluntaria del homo faber. Silueta humana idealizada con la que el mundo moderno se instaló en el imaginario occidental.

Adentrarse en la voluntad de lo invisible. Tolerar desaparecer. Diluir lo que está a la vista. Despejar el camino hacia uno mismo. No solo. Únicamente a solas.  “Lo más difícil es no hacer nada: quedarse a solas frente al cosmos. Trabajar es aturdimiento. Quedarse sin hacer nada es la desnudez final”, en palabras de Lispector.

Unir puntos. Luminoso trabajo de editores. Al consistente proyecto editorial que camina bajo la tutela de Adriana Hidalga y Fabián Lebenglik, le debemos tanto la publicación de las peculiares crónicas que Lispector publicó en el Journal do Brasil, como un libro singular cuyo tema es una pasión humana desde tiempo inmemorial: Historia de la nada, del filósofo Sergio Givone.

Ni Lispector ni Givone, habrá que advertirlo, se asoman al nihilismo. No radica ahí su interés. Es una fuerza de atracción mayor la que los mueve. No indagan sobre una escuela de pensamiento, pues al fin y al cabo, el pensar mismo puede acabar siendo una forma del aturdimiento, dijera la incomparable escritora brasileña.

Juzgar más allá de lo que se nos presenta. Ese límite que es su propia existencia. Y la nuestra. Esa imposibilidad, ya cita Givone, de comprender las cosas frente a las cosas mismas. Con nosotros ahí. Sin alcanzar ni remotamente a imaginar el alcance absoluto del sistema que acoge a todas las cosas, y las hace ser lo que son.

Ha escrito Leonardo, a quien costaba mucho ya dejar de trabajar, ya dar por terminado un trabajo. Foso de doble abertura. Incontable. Y en medio de aquello, el genio enunciaba: “De las cosas grandes que entre nosotros se encuentran, el ser de la nada es grandísimo”.

Grandísimo, sí. Tal que, en nuestra pequeñez humana, nos quede, únicamente, no más que a solas, tener una tarde la fortuna de alcanzar a sentir bajo el tibio halo de su sombra, un hallazgo de libertad. Acaso (casi) nada.

sábado, 8 de octubre de 2016

Vila-Matas: imagen

La era de la indolencia o el final de las ventanas




Patios. Ventanas. Fuentes de luz. Y de una discusión. Si es que fueron los patios, llamados atrium, por donde en la antigua Roma luz y aire entraban, se explicaría con ello que la raíz fuese ventus, viento, o wind, para window.
Pero si como sostienen otros, fenestra, la vieja nominación latina, fuese el punto de partida, habría forma de relacionarla con la partícula de raíz indoeuropea: bha-pha-fa. Es decir, brillar. Componente, además, de palabras como fantasía o fantasma.

Cautivado, y cómo no estarlo, por la figura del fantasmal oficinista que a todo responde “preferiría no hacerlo”, de Melville, el español Vila-Matas entreteje géneros y épocas para rastrear en “Bartleby y Compañía”, a quienes pudiendo haber escrito más, renunciaron a seguirlo haciendo.

El no hacer como forma extrema del hacer. Esos seres, dice Vila Matas, en los que habita una profunda negación del mundo. Porque, dice, “sólo de la pulsión negativa, sólo del laberinto del No puede surgir la escritura por venir”.

De suerte tal que, de aceptarse una noción de escritura como un abrirse al mundo y permitir que su aire y luz llenen la habitación propia, su contrario, ese arte de la negativa del que habla Vila Matas, vendría a ser el sitio del que por decisión propia ha decidido quedarse encerrado en el adentro del adentro, luego de haber cerrado, para siempre, toda ventana, todo intersticio.

De otro modo, Duchamp construyó la historia de su propia ventana. La de 1920. A la que tituló “Fresh Widow”, en un juego de palabras con la palabra “viuda” en inglés.

Una miniatura que el artista encargó a un carpintero de Nueva York. Al recibirla, cubrió los ocho paneles que simulan el lugar de los vidrios, con cuero negro que, planteaba Duchamp, debían ser limpiados a diario para dar la impresión de que la habitación al otro lado estaba a oscuras. Brillo evocativo.

Oscuridad brillante, mutismo expresivo, arrasados por el viento de esta época. Ventanas con forma de redes. Inconmensurable atrium de un decir sin mesura.

La era del vacío, la llamó Lipovetsky. Frenética experiencia de la escritura vacía. La resistencia de Bartleby, suplida por el cotilleo infinito. Duchamp, imitado en plastipiel. Hueca ventana sin nada al otro lado.

Ni un respiro. Parloteo ensordecedor. La voz íntima desvaída, desvalida, sobre el vaho. Ni aire ni luz. Ventanas tapiadas con espejos. En cada una, el rostro propio.

Ese fantasma.  
(Este texto apareció originalmente en el Diario La Crónica, de la Ciudad de México)



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domingo, 2 de octubre de 2016

Ivo Andric: puentes

Metáforas de lo imprescindible





Sólidos. Útiles. Firmes. Una historia en sí mismos. De un lado a otro. Leer los puentes, la bella expresión de Denison y Stewart en su condensado recorrido histórico, es comprenderlos. Lo útil y lo bello. La función y su emotividad. El comercio, la expansión de las ciudades, el desarrollo del ferrocarril, la comunicación entre regiones. Tanto y más debe lo humano a los puentes.

Madera, piedra, acero, hormigón, vidrio templado. Y luego los materiales secundarios. Encargo nada menor el que tienen: unir, asegurar, reforzar. El mortero de cal que une a las piedras entre sí. Los clavos de acero que refuerzo de la madera. Las juntas de hierro y las propiedades del hormigón armado, pre o postensado.

Estructuras de lo tangible, pero no menos metáforas de lo necesario, todo cuenta en los puentes. Todo en ellos narra. Exactamente como la inteligencia emotiva del nobel serbocroata Ivo Andric sigue haciéndonos ver en su muy bella novela: “Un puente sobre el Drina”. Sensible pesquisa sobre el alma del macizo de piedra cincelada, que desde la época medieval es orgullo de la ciudad de Visegrad, en Bosnia.  

Punto de encuentro, tal cual es todo puente, Andric se vale de éste para reconstruir a su modo la crónica del encuentro y desencuentro de dos civilizaciones, cuyo punto de convergencia se halla inicialmente en el ensueño de un hombre que pertenece por igual a ambas. Un hombre, el primero, cuenta Abdric al dar cuenta sobre el origen del puente de Visegard, que “entre un instante tras sus párpados cerrados, vislumbró la silueta robusta y elegante del gran puente de piedra que habría de ser levantado”.

Durante siglos, este puente vinculó al mundo cristiano y el islámico. De modo simultáneo, resguardó leyendas e historias personales. Amalgamando entre sus piedras “destinos que están tan entremezclados que no se les puede imaginar ni contar por separado”, escribe Andric.

Y acaso porque al unir dos orillas, todo puente une mucho más, en sociedades fracturadas se urge de modo metafórico y real “a tender puentes”. Se apura a dar con quien sea capaz de idearlos y hacerlos posibles de modo perdurable. Pues va en ello, a no dudarlo, buena parte del anhelo de que las separaciones no se ahonden.

Impredecibles y sombríos, el pérfido torrente de la cólera. Salvarlo, emplaza a la audacia y la capacidad para imaginar y erigir puentes. Firmes. Duraderos. Sólo así.


(Texto publicado originalmente el Diario Crónica, de la Ciudad de México)

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sábado, 24 de septiembre de 2016

Anish Kapoor: presencia


La dimensión convertida en espacio




Objetos. Se pensaría. Gigantescos. Como para llenar el vacío entero. Rara frase. Intencionadamente rara. Paradójica. Pero no.
El artista no hace objetos. Aunque los haga. Incluso monumentales. Como el vacío. El artista, eso dice Anish Kapoor, hace mitologías. Lo sucedáneo al vacío, si de Hesíodo habremos de fiarnos.
Lo enorme no es lo infinito. Así no exista enormidad mayor, si se quiere asumir de esa manera, que la infinitud.
Es la dimensión convertida en espacio.
Aquella materialidad que ha de recorrerse al tiempo que ésta envuelve a quien la transita. El tiempo que lleva circundarla. El impacto mismo de mirarse visto por aquello.
¿Dónde comenzó el relato? En la arena. El pigmento. Torcer, modelar, dibujar las formas de la naturaleza. Convertirlas en reflejo y deformidad de la vida sin más.
Dimensión, materialidad y espacio. La dimensión material del espacio material. La conquista de ambos, espacio y materia, se torna en un elemento central de toda obra. Hace sobresalir lo que en “Bioarte: Arte y vida en la era de la Biotecnología, López del Rincón, bien llama “su contexto relacional”.
Una mitología de la espacialidad en la que, citando a Fried, “el objeto y no el observador, debe ser el centro o foco de la situación, pero la misma situación pertenece a al observador, es su situación”.
Hay una relación material ineludible, pues, entre arte y vida, dimensiones imbricadas, puestas en evidencia de pertenencia y “despertenencia” entre los del espacio y del tiempo. Copresencia de la inmaterialidad, también, inmutable y mutante que configura toda mitología.
No hay un objeto frente a nosotros, hay una mitología de la que, al igual que del objeto, formamos parte. 
Rohinton Mistry, otro hindú, nacido igualmente en Bombay y que como Kapoor no vive en la India hace años, hace notar que los niños no hacen juicios sobre qué detalles son los importantes, los atrapan todos.
Y si la peor parte de la pobreza extrema, es el efecto de ceguera frente a ella misma que genera, dice el autor de “Asuntos de familia” y “Un perfecto equilibrio”, esa otra forma de la mitología moderna que son las novelas, el arte procede en sentido inverso: revela en su presencia, toda la ausencia entera de la que estamos hecho.
Esa tarea, monumental per se, sobrepasa por mucho las posibilidades de objeto alguno.
No de la mitología. De ella, acierta Kapoor, desde luego que no.


* Este texto apareció originalmente en el periódico mexicano La Crónica de Hoy

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domingo, 4 de septiembre de 2016

Hannah Arendt: suficiente


Responsabilidad y consecuencias; justeza y justicia




Culpables. A modo. No culpables. A conveniencia. Culpables de moda. No culpables. Eternos. Todo muy bien organizado. Culpables que lo eran. Porque debían serlo. Obvio. No culpables que se ajustan a una historia contada antes. Vuelta a contar. Antes; después.

Sabemos realmente qué pasa cuando un hombre se vuelve culpable, se preguntaba ya Sören Kierkegaard en la primera mitad del siglo 19. Cómo, cuándo, con qué mecanismos alguien “se vuelve” culpable. Suficientemente culpable, se diría casi.

Otro danés, Henrik Stangerup, imagina en “El hombre que quería ser culpable”, a un individuo que asesina a su mujer, para luego enfrentar la sordera de un Estado empeñado en declararlo inocente.  Trágicamente, el “no culpable” quiere ser confinado en un “Parque de la felicidad”.

Desde otra orilla, Hannah Arendt hila su idea sobre la banalidad del mal, a partir del libro que escribe en el verano y otoño de 1962. El archiconocido “Eichmann en Jerusalén”. Cuya versión breve, como se sabe, fue resultado del encargo que hizo el New York Times a la filósofa para cubrir el juicio a este criminal nazi en 1961.

No hay duda, dice Arendt en el Post Scríptum que agregó a la edición original, que toda generación sigue el principio de continuidad histórica y, en ese sentido, asume tanto las glorias del pasado como sus olvidos, errores y tragedias. Mas, “moralmente hablando, casi tan malo es sentirse culpable sin haber hecho nada concreto como sentirse libre de toda culpa cuando se es realmente culpable de algo”.

El juicio a Eichmann permite a Arendt a plantearse dilemas muy diversos. Uno de ellos, crucial hasta nuestros días, es la relación entre legalidad y justicia.

Con no poco azoro, Arendt presenta un recuento sobre condenas exageradamente mínimas a algunos oficiales nazis por graves crímenes cometidos. Pero a la vez, incisiva, subraya que fuera del orden de la ley, no hay posibilidad de Justicia, ni para la víctima, ni para el victimario. Qué, cómo y cuánto es suficiente para mantener este equilibrio en extremo vulnerable, he ahí la cuestión.

Aciertan, pues, Stangerup y Arendt, al alumbrar cómo la disolución del sentido de responsabilidad por los actos propios, supone la disolución misma del ser ético. Resistir el olvido de sí, significa entonces, construirse a partir de las responsabilidades propias, no de las ajenas.

Es cierto, la eticidad no es suficiente, nunca. Pero sin ella, cosa alguna podrá serlo.   

sábado, 27 de agosto de 2016

Erwin Schrödinger: combate

La virtud se aprende






Freno. Resistencia. Recato. La integridad de los hechos. Pero de la misma forma, reciedumbre. Larga es la tradición del pensamiento clásico antiguo en esta dirección.
“La virtud se aprende”, dicta el apotegma de Antístenes. Para quien ésta devenía nada más que de las obras. Y exigirá, tal sentido de virtud, no sólo el temor bueno, como lo nombra Cleantes, sino a un mismo tiempo la manifiesta capacidad del propio freno, a que conminaba el esclavo Epicteto.
De otro modo, la Yourcenar se hizo cargo, asimismo, de la idea de la vida cual prolongada e intensa refriega interior.
“Alexis o El tratado sobre inútil combate”, usó como título de la novela, breve y mayor, en la que el protagonista deja testimonio sobre la imposibilidad de ir contra sí mismo y la pulsión de amor que le abrasa.
Se lucha, se aprende y ello se incorpora en algún momento a ese río al que nombramos experiencia.
Mas como temprano alerta Schrödinger, queda por indagar el modo en que lo aprendido se suma a la transformación de lo humano entre una generación y otra.
Esa línea fronteriza, sobre la que “cada día de la vida de un hombre representa una pequeña porción de la evolución de la especie que aún está en pleno movimiento”.
La experiencia, y en particular, el ejemplo, será entonces para Schrödinger el vehículo biopsicosocial para alentar el desarrollo de un grupo frente a dificultades y decisiones.
“A cada paso en nuestro día de nuestra vida, algo de la forma que hasta entonces poseíamos debe cambiar, algo en ella debe ser vencido, suprimido y sustituido por algo nuevo”, escribe el Nobel, al postular una teoría de la conciencia como fundamento de una ética que represente el triunfo del autodominio. 
No sorprenda, pues, en esa línea, la resistencia, abierta o esbozada, de todos aquellos grupos que lograron antes sobrevivir a partir de cierto comportamiento al que ahora se les exige renunciar.
Disolver la conducta que les hace ser, expresan, es cual disolverse, cual extinguirse por mutuo propio.
¿Por qué hacerlo, por qué sucumbir al entorno? Tal, su conflicto insalvable.
Pues si como postula Schrödinger, la especie misma es cincel y piedra a la vez, aquel que se aferre en ser piedra, y solo piedra, habrá dejado pasar la ocasión de ser cincel. De aprender en la mesura y el triunfo sobre sí, que la virtud se aprende.

sábado, 23 de julio de 2016

Robert Louis Stevenson: creer

¿Es el mundo la isla del tesoro?



Eiffel. Su torre. Emblema del progreso. La misma que fue vendida dos veces. No una, sino dos. El estafador encontró dos víctimas. De ese engaño, porque en realidad llevó a cabo con éxito muchos más.




Se llamaba Víctor Lestig y nació en Hostinné, hoy República Checa, en 1890. Era un granuja profesional. Se diría que abusaba de la buena fe de las personas, si no fuera porque eso que se nombra “inocencia”, nunca lo es tanto.
Y sí, prueba de lo que el psicoanalista Rodolfo Marcos-Turnbull advierte como “nuestra, en muchas ocasiones, increíble y loca necesidad de sólo oír lo que queremos escuchar”.

Lestig era un bribón.



Mas lo de fondo realmente es cómo el asunto toca los linderos de lo que Turnbull describe como la disposición plena de quien ha de ser “mentido”. No hay engaño sin quien, de antemano, y quizá sin saberlo, se ha colocado en el lugar del “engañado”.
Es ahí donde el pillo, el demagogo, el embaucador lo encuentra. En ese sitio que la propia “víctima” ha reservado para sí misma.

 No hay inocencia pues en no sospechar. Es engañado quien quiere/necesita serlo.

De tal cosa, de semejante y extraña condición de lo humano, da cuenta con sutileza e inteligencia sin par Robert Louis Stevenson, en una obra menos conocida que sus clásicos: La historia de una mentira.

Relato muy breve sobre el amor entre dos jóvenes, en el que uno miente a la amada sobre la real naturaleza del carácter de su padre.
Cuando ésta reclama acremente haber sido engañada, Stevenson deja correr el velo que nos permite ver que, lo dijera o no la joven, ella pedía/necesitaba que le mintieran.  

Es increíble, se afirma en algún momento de la narración, qué pocas mentiras se necesitan siempre.

El arte de la escritura, enunciaba Broch, consiste en divisar lo que está ahí, detrás de la apariencia, y ponerlo a la luz. Porque el asunto no es sólo de tener sentimientos sensatos, que es a lo que invoca el Agamenón de Esquilo, sino en comprender la contradictoria complejidad que constituye lo humano.

En sentido inverso, el maniqueísmo glorifica la simplificación.
Nunca nadie es sólo víctima sin responsabilidad. Jamás hay sólo dos opciones.
El maniqueo miente. A conciencia se inventa como mártir. A conciencia engaña. De doble modo. Con doble malicia.

Sabe que de algún modo, encontrará siempre quien necesite creer.



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viernes, 15 de julio de 2016

Johan Huizinga: barbarie

La tarea principal de la cultura

 
 
 

Bosquejo. Trazo incompleto. Vista general. Toda biografía es un boceto.

Cuantimás si, como en el caso de Erasmo, la vida se ha vaciado con fervor en diez tomos de escritura ardiente. En el genio del no conformismo y de la contestación. Y no menos, en el tormento de las feroces contradicciones, como bien apunta Bataillon.

De modo extenso y formas variadas, a Erasmo lo empuja sin embargo una convicción esencial. La misión principal de la cultura es evitar el triunfo de la barbarie. Abocado a humanizar a la humanidad, escribe Sweig en su célebre ensayo: “Erasmo: triunfo y tragedia”, resiste a lo común y lo trivial, revelándose glorioso en su desprecio a la gloria, tal cual escribiera él mismo sobre Juan Bautista.



Holandés al igual que Erasmo, de quien escribiera una brillante biografía, Johan Huizinga dictaen 1935, en Bruselas, una conferencia que a la postre será parte de su legado fundamental.

Diestro radiógrafo de su época, Huizinga intentará advertir sobre la dimensión de la tragedia que se avecina. Así, apenas un par de meses más tarde, concluye un libro a partir de las ideas básicas de aquella conferencia. El título del volumen es largo y certero: “Entre las sombras del mañana: diagnóstico de la enfermedad cultural de nuestro tiempo”.



Conocido básicamente por dos libros,“El otoño de la Edad Media” y “Homo Ludens”, Huizinga lanza un llamado casi profético: “Vivimos en un mundo enloquecido. Y lo sabemos. A nadie sorprendería que, huido el espíritu, la locura estallase de repente en frenesí, dejando embrutecida y mentecata a esta pobre humanidad europea…”.

Pocos quisieron entender entonces la magnitud de lo que se asomaba. El propio filósofo será apresado años más tarde por los nazis, confinado y desterrado hasta su muerte en 1945.



De Donato y Diómedes, Erasmo retomó una fórmula denominada adagios. Mezcla de proverbios y alegorías, dice, útiles en la educación de la vida, en darle sentido.

Miembro por derecho de esa legión de antibárbaros, Huizinga advertía hace 80 años, sobre el peligro de menospreciar “la creciente indiferencia crítica”, la debilitación generalizada del juicio, el rápido y letal contagio de una enfermedad cultural llamada barbarie.



Es posible, quiso alertar, que vayamos andando por un camino en el que sin percatarnos se ha abierto una grieta.

Frente a la barbarie del presente, pareciera que, quizá, caminemos ya no sobre la grieta, sino dentro de ella.

Quizá.

sábado, 2 de julio de 2016

Tanazaki: raudo espesor

A la luz, sombra y contorno



 
 
Un color cada vez. Primero. Cuenta Plinio. Uno sólo. Y antes, ni siquiera uno. Nada más que unas líneas. Suficientes sin embargo para marcar el contorno de la sombra de un hombre. Tal hubiera sido el inicio de la pintura. Un cerco. Marcas para delimitar, por ausencia, aquello que estuvo a la luz. A eso hubiese quedado reducida la pintura, “a trazar el contorno de la sombra proyectada por los cuerpos expuestos al sol”, completa la hipótesis Quintiliano.

La sombra es, pues, ni más ni menos, que el dibujo del tiempo. Conforme el sol se mueve, ella también. Conforme éste se desplaza, todo va siendo lo que es y, de modo simultáneo, lo que va dejando de ser, lo que será. Hay un instante, en la sombra, entonces, en que el tiempo se desdobla y repliega, retiene y expande.
 
 

Huella en negativo, sostiene Stoichita en su erudita Breve historia de la sombra, tanto en Plinio como en Platón, en que arte y conocimiento hallan su origen común en la sombra. Esquiva como la luz, rauda como el tiempo, el imaginario juega a la posibilidad de contener en ella lo que (ya) no está.

Al modo en que dos cuerpos se entrelazan, línea de sombra entre dos mundos que se sobreponen, sobresale la experiencia vital transformada en literatura de Junichiro Tanizaki. No sólo por la reiterada presencia de la pintura en sus escritos.
 
 
 
Ni tampoco de manera exclusiva debido al derrotero de conocimiento sensorial que abre el talante erótico de sus cuentos y novelas. Hay en él, además de lo ya dicho, un asumir que es la sombra memoria de la luz, y viceversa. Crear belleza es hacer “nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes”, asevera.

Mundo el nuestro perdido en el empeño de negar la muerte y el deterioro, alecciona el japonés: “Al contrario de los occidentales que se esfuerzan por eliminar radicalmente todo lo que sea suciedad, los extremo-orientales la conservan valiosamente tal cual, para convertirla en un ingrediente de lo bello”, contorno y color que no es, para el pensar y el sentir, sino el eco el tiempo.
 
 

Una claridad tenue, incierta. Entre el ensueño y el parpadeo. Intermitente y nítida, añade Tanizaki. Que ya es penumbra, línea, borde, mancha. Que sin negar acompaña ese desasosiego, esa ausencia de espesor, que quizá como ninguna otra cosa, la sombra nos evoca.
 
 
Texto aparecido originalmente en el Diario La Crónica de Hoy, de la Ciudad de México, el 27 de abril de 2016.
 

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sábado, 23 de abril de 2016

Cervantes: topos y abejas


Sentido de un legado

 

 
 
Imaginar. Los molinos. La belleza. El ejército que sólo cabras era. El jamelgo vuelto corcel. El yelmo y la lanza. Es cierto, a nadie se le ocurriría afirmar que Cervantes haya inventado la imaginación. Mas no cabe duda que luego de El Quijote, jamás se volvió a escribir y leer del mismo modo. El mundo se ensanchó tanto como cada individuo, desde el espacio personal, privado e íntimo, sea capaz de imaginar.

 
 
Tocó a la Lengua Española, en el longevo trayecto de lo humano, ser continente y contenido de una nueva forma de enunciar la existencia. La obra mayor de Cervantes, como bien lo estableciera Kundera hace tiempo, marca un doble punto de no retorno. Inaugura la forma de la novela como género en el que todas las verdades son posibles a la vez, y avizora los inconmensurables caminos de la imaginación como compañera de viaje del mundo moderno.

De Aristóteles que la considera en su De ánima, uno de los sentidos internos que funge como intermediaria entre los sentidos externos y el intelecto, pasando por Hobbes, que le reconoce la capacidad de engendrar deseos y emociones, la imaginación nos hace más humanos, al constituir un resorte insustituible en el reconocimiento del otro. Imaginamos no sólo en el sentido de la fantasía que evade, sino también, y cuán deseable sería que fuera lo que predominara, en cuanto nos otorga la capacidad de desdoblamiento que posibilita sentir(nos) en el otro, como el otro, siendo el otro sin serlo.
 
 

 Mas no se crea que la imaginación por siempre ha gozado de tal aprecio. Condenada por largo tiempo, se llegó a llamar “uomos morosus” a aquellos que se mostraban demasiado propensos a imaginar, según cuenta Elemire Zolla en su Historia de la imaginación viciosa. El animal con el que se asociaba al hombre imaginativo era el grillo que, como los topos, hace galerías subterráneas y destruye a las plantas: lo opuesto a la abeja laboriosa y tenaz, sabia.

Aun hoy para no pocos, imaginar significa lo opuesto al acto serio de pensar. La imaginación es un modo particular de (re)conocer la realidad y transformarla.
 
 
 
Si Nietzsche tenía razón y es cierto “que la verdad puede tenerse sobre una pata, pero con dos, andará y vendrá a rondarnos”, fue Cervantes quien vislumbró en la imaginación esa segunda pata. Tal es su legado. Celebrarlo no será nunca cosa menor.    
 
 

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domingo, 3 de abril de 2016

Amos Oz: imaginar al otro

La audacia extrema





La consigna es añeja. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Aparece ya en el Levítico. Lucas, Mateo y Marcos la retoman y amplían. La novedad del cristianismo, apunta Luigi Zoja, consistió en transformar en prójimo hasta el más lejano habitante de la Tierra. Tornándolo así de un sujeto abstracto a aquel que camina al lado.

El fanatismo se coloca entonces, en la antípoda de este principio de otredad. En un signo de este tiempo, piensa Zoja, que marca a su vez la muerte conceptual de la noción de prójimo. Sólo es otro quien piensa igual. Quien disiente, no. No es un yo, no representa en sí ningún atisbo de humanidad, es simplemente un traidor.



Porque traidor, señala Amos Oz al hablar de su propia vida, “es quien cambia a ojos de los que no pueden cambiar y no cambiarán, aquellos que odian cambiar y no pueden concebir el cambio a pesar de que siempre quieran cambiarle a uno…No convertirse en fanático significa ser, hasta cierto punto y de alguna forma, un traidor a ojos del fanático”.



Desde luego que el fanatismo tiene una veta sangrienta, demencial y espeluznante. Pero no es la única, advierte Oz. El fanatismo es un proceder de vida. Que señala, excluye, responsabiliza, violenta, segrega. Salvarnos nos prometen los fanatismos que se multiplican. De la carne, el humo, las farmacéuticas, los dioses falsos, los fariseos verdaderos.

 

 “¿Quién habría pensado que al siglo XX le seguiría de inmediato el siglo XI?”, se pregunta un atónito Amos Oz, frente a la sombra del fanatismo que asola el mundo nuestro. Mas no nos equivoquemos. El fanatismo es más viejo que cualquier ideología o credo en el mundo. Más viejo desde luego que el islam, subraya Oz. Centrar los ojos en los árabes exacerba un conflicto ya de por sí complejo. Lo que hoy vivimos, en su raíz más profunda, asegura el novelista, “se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia”.

La advertencia está ahí. Seremos salvados, queramos o no. Es por nuestro bien, más vale que lo entendamos. Resistir, esquivar tal pretensión es, en la idea de Oz, recuperar la audacia extrema de imaginar al prójimo; ese yo que, en otro, somos nosotros mismos. Imaginarnos siendo imaginados por el extraño que deja de serlo. He ahí el desafío verdadero.
 
 

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viernes, 25 de marzo de 2016

Alessandro Baricco: Primavera templada


La belleza reside en creer

 
 
 
 
El azar. Portento y enigma.  Aquel que en su forma de belleza nos sitúa en el lugar preciso. Al lado de quien se debía estar ya desde antes. El mismo Lucas, imagina y narra Emmanuel Carrère, fue llevado por obra del destino a conocer la historia del milagro en voz de un testigo. Porque son ellos, los testigos, los que no solo habrán de dotar de explicación a lo fortuito, sino además darán sentido al futuro.

 



Según la tradición cristiana, camino al pequeño pueblo de Emaús dos discípulos se encuentran a Jesús la misma tarde de su resurrección. El primero es Cleofás.  Del segundo nada se sabe. Bajo la licencia de la ficción, Carrère se atreve a postular que es Filipo. Quien relata a Lucas los hechos. Lucas no ha sido testigo de la vida del salvador. Pero ello no obsta para que crea. Cree y lo escribe, para que otros crean.

 
 
La resurrección, pues, no es el verdadero milagro. Confirma lo que debía ocurrir. El milagro genuino es creer. Ese es el enigma mayor. Identificar el signo de lo intangible, vital y fatalmente inaprensible. Siendo así, nada extraña que Alessandro Baricco haya titulado Emaús a su breve y vibrante novela centrada en el misterio de la belleza.

De la belleza, como de la vida, postula Baricco, sólo sabremos a ciencia cierta, hasta que de algún modo sea demasiado tarde. “Se trata de que avanzamos a base de destellos, el resto es oscuridad. Una tersa oscuridad llena de luz, oscura”, se lee en Emaús. A nuestras vidas las guía un no saber que se torna en intuición. “Escrituras cuya clave se ha perdido”.



Agradecidos a la niebla, sostiene Baricco, es que somos capaces de encontrar la centella; guardar en la memoria su fulgor. Creer en la belleza. Reconocer en su destello, la belleza de creer.

Así, hay un momento en el relato de Lucas en que el extraño que se ha aparecido en el camino a Emaús parte el pan. Es él.  Cleofás y su compañero lo saben, es él. Lo han reconocido en un solo gesto. Un ademán. Tal cual con la belleza. Prodigio que se desata de sí. También en un solo gesto. Azar y misterio. Cual si fuera respirar el aire común y milagroso de una primavera templada.

Sí, traducido de su raíz más antigua, Emaús significa: primavera templada.


 

domingo, 20 de marzo de 2016

Salman Rushdie: El siglo de la peste


Íntima gratitud
 
 
 
A mi padre
El contagio. La conspiración del aire. En sentido contrario al verso de Caballero Bonald, todo allí, contagiado de idéntica muerte. Ver morir de respirar. Y frente a ello, colocarse “en el lugar del otro”, haciendo propio el título del libro en el que Michel de Certeau reinterpreta el actuar del santo de la Peste, Carlos Borromeo.



Cuatro siglos más tarde del valor con el que el Arzobispo de Milán enfrentara la peste, escribe Salman Rushdie, hay momentos que son cruciales, que no son ni el principio ni el fin, momentos reveladores, puntos intermedios, “un tiempo donde todas las cosas, todos los futuros posibles” están todavía en la balanza.
 


Es 1986, el escritor ha viajado a la Nicaragua posrevolucionaria. La experiencia lo impresiona. Escribe un libro, La sonrisa del jaguar. Está a tres años de la sentencia del Ayatola Jomeini, pero ese futuro posible, no pasa ni de lejos por la mente del novelista.

 A los nueve años que él y su familia pasaron protegidos por la policía, Rushdie los ha llamado “los años de la peste”. Durante ese tiempo, en múltiples artículos y conferencias, regresaría a la premisa básica del ensayo “Sobre la libertad”, de Stuart Mill: “El mal peculiar de silenciar una expresión es que están robando a la raza humana, la posteridad y la generación existente”. Y ya desde entonces, el escritor advertía sobre el grave error de pensar que su caso no se repetiría.
 


En pleno Siglo de la Peste fundamentalista, Rushdie ha publicado recientemente Dos años, ocho meses y veintiocho días. Justo el tiempo que el sabio Ibn Rushd fue desterrado por sus ideas liberales en la Sevilla del siglo XII, mientras el fanatismo se extendía como la peste por la España árabe.

 

Homenaje literario a la libertad, cargado de erotismo. Acto de íntima gratitud a su padre, también. Aquel quien por única herencia le dejara, cuenta el escritor en sus memorias, justamente el nombre. El mismo que muchas años antes había cambiado su apellido original por el de Rushdie, como signo de admiración por la vida, la obra y el valor de Ibn Rushd. Aquel que significaría en ese nuevo nombre no temer a esa otra peste, la del disenso frente a la decadencia, la ruindad y la barbarie. A ese otro contagio, el de vida, el del lugar del otro. A no temer.

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@atenoriom

Este texto apareció publicado originalmente el 16 de marzo de 2016, en el Diario La Crónica de Hoy, que se edita en Ciudad de México